CUENTO:
Por. Pietro Bazzoli
Ilustración: Daniele Enoletto
Traducción. Claudio E. Pompilio Q
Fue entonces cuando la vio. De espalda, intentando mirar un cuadro de cualquiera de los miles que estaban pegados en las paredes de los Uffizi.
Uno entre los muchos que a Njchlas parecía difuso, como acuarelas inundadas por un río crecido en aquel segmento robado al tiempo en el cual no se recuerda nada más que lo que se ve.
El muchacho siente el tiempo petrificarse entre sus dedos, delante de sus ojos, mientras permanecía atónico sobre la figura de la muchacha de largos cabellos dorados.
Le parece haberla visto otras mil veces antes de ahora, en un pasado que no estaba hecho de recuerdos, sino de simples sueños.
Los cabellos eran la única cosa que veía de ella, una masa que descendía como una cascada de estrellas a lo largo de la espalda para llegar a las piernas que se vislumbraban delgadas bajo la falda.
Fue un momento formado por un puñado de segundos, capaces de encerrar en su interior el mundo entero y que para él habrían podido durar por siempre.
Una visión similar, tan sublime de hacer mal, sería difícil de representar para cualquier artista.
Fue entonces que, lentamente, bajo la superficie de la piel Njchlas comprende por primera vez el límite extremo del arte.
Aquello que su arte no sería capaz de representar: la sensación de encontrar delante de los ojos, algo que podría desaparecer.
-Por cuanto me esforzara, jamás lograría pintar algo tan poderoso como el segundo de amor eterno que una joven siente por un cuadro nunca visto-, se dice.
Aquel descubrimiento le dejó un sabor agridulce en el fondo del alma.
La suerte es una madre caprichosa: cuando decide mostrar a sus hijos la verdadera concepción de lo sublime, con ésta acompaña siempre la conciencia de nunca poder alcanzarlo verdaderamente, solo tocarlo antes de que escape hacia el infinito.
Aquella revelación hace comprender a Njchlas que, por más que se hubiera esforzado desde aquel día en adelante, nada hubiera igualado la perfección de haberse enamorado de una desconocida por el fugaz instante de un batido de pestañas.
Jamás habría impreso aquel fragmento de memoria sobre la tela. Estaba destinado a permanecer abollado por siempre en el alma, como un doloroso atardecer que no cesa nunca, incluso si sus matices púrpura desaparecieran en el océano de la mente, en un hechizo de cobre líquido.
El fracaso del arte en la vida real costó al artista el rugido más estresante que un hombre pueda exhalar en una vida entera.
Fue entonces que la joven desconocida se voltea a mirarlo, como si hubiera advertido la mirada del pintor traspasarle el corazón. Sus ojos eran tan azules para recordar el cielo limpio que se puede ver en algún país del norte o en los recuerdos de los niños. Los labios gruesos se expresaron en una única dolorosa solicitud:
<<Ayuda>>
La muchacha cae tendida en el suelo, aparentemente sin vida.
Una pequeña multitud se formó a su alrededor.
Personas atraídas más por las vicisitudes humanas que de aquellas que han traído a la creación de una obra de arte colgada por la eternidad.
A Njchlas le parecían buitres cuyo único interés era robarle las últimas migajas de oxígeno, los recuerdos y la juventud, sacrificando todo esto sobre el altar de la morbosa curiosidad que acompaña como una sombra a cada ser humano.
Pronto nota un trío de guardias, que en sus uniformes oscuros parecían ángeles robados al infierno-
Entre estos el joven reconoce a su amigo Alessandro que cerraba el cortejo de rescatistas improvisados.
De inmediato Njchlas se une a él, atraído por un inconsciente deseo de hacer respirar de nuevo a la desconocida.
<<Que sucede>>
<<Nada grave, estamos casi acostumbrados>>
<<Tienen tantos desmayos aquí en los Uffizi?>>
Alessandro poso su mirada sobre su amigo que en cuclillas estaba cerca.
Las secuelas de la resaca aún no habían abandonado el rostro del pintor: la piel era de un color verdoso, los labios sin color, como si la sangre hubiera decidido no rociarle nunca más.
Fueron especialmente los ojos los que golpearon al joven boxeador: marcados por círculos de color púrpura, atacados, tan grandes como para parecer tazas de café. Las pupilas dilatadas y la mirada ausente daban la impresión que, por cuanto el amigo estaba allí su mente vagaba en otros lugares prisionera de algún tipo de tormento.
<<En realidad no>>, admite, <<Pero a veces sucede. Lo llaman “Síndrome de Florencia”. Qué ironía. Nunca lo había escuchado>>
Njchlas niega con la cabeza.
<<Entiende que alguno sea tan golpeado por la belleza de una obra de arte hasta desmayar>>
Personalmente creo que todo sea fruto del calor extremo que se respira en verano en Florencia, pero esto es solo mi idea>>
Njchlas ya no lo escuchaba más.
Al sentir aquellas palabras la codicia le ensombreció la mente.
Deseaba con todo su ser poseer aquel poder: la capacidad de hacer derribar a una persona y dejarla sin sentido a la visión de una de sus obras.
Deseaba que el tormento, la pasión y el pasado escaparan de la tela para golpear como un huracán quienes se encontraran cerca o que alguno llegara a amar una de sus pinturas hasta el punto de ser fulminado. Que, a los ojos de quién mira, las pinceladas aparecieran tan luminosas de cegarlo, haciendo tomar vida a la tela en un caleidoscopio de colores fluctuantes.
Njchlas comprende que aquella era la única solución para anular el estado de impotencia que había advertido –ahora diferentes vidas anteriores según el juicio de su alma- ser capaz finalmente de tomar con fuerza la Belleza perfecta.
Fue atrapado por el morboso deseo de alcanzarla, agarrarla y despedazarla hasta hacerla sangrar.
Comérsela como si hubiera sido el macabro corazón apenas extraído del pecho de Dios en persona, hasta que una vez saciado no la habría lanzado a tierra sin vida.
Anhelaba triunfar en una cosa similar, al punto de estar listo a sacrificar cualquier cosa con tal de obtener ese poder.
Incluso se olvidó de la muchacha tendida sobre el frío pavimento y vuelve la mirada hacia el muro, donde estaba pegado el cuadro.
No advierte nada.
La experiencia lo llevó a admirar el rasgo fino y las telas exquisitamente representadas. Notó los rostros etéreos de los personajes, los labios pálidos y los movimientos cerrados en un manierismo congelado por la eternidad.
Nada más. Era solo un cuadro como tantos otros, un simple apunte para sus bocetos y para sus estudios estilísticos. No percibía nada de aquello que había vivido la muchacha. Sin embargo, volteando la cabeza para mirarla mientras retomaba la conciencia, algo extraordinario había ocurrido.
Esquivó la masa de desinteresados que se agrupaban alrededor de la atracción de la mañana y la toma de los hombros.
<<Que ha sentido>> le pregunta.
La muchacha, desconcertada por la pregunta a quemarropa, miró aturdida a Njchlas. Y sus grandes ojos azules fueron atravesados por un rayo de terror.
<<Que ha sentido>>
<<No lo sé>>, responde asustada, <<Ha sido como ver una puerta gigantesca, que toda la vida había permanecido cerrada, abrirse de golpe. No sé cómo explicarlo>>
Bajó la cabeza consternada, apenada de no poder ser útil a aquel desconocido cuya vida parecía depender de su respuesta.
<<Está bien>> le pregunta en un segundo momento Njchlas.
Ella asintió.
Sin que dijera más, la muchacha observó a aquel joven extravagante correr hacia la salida de la sala.
***
Njchlas tenía la impresión de encontrarse en un laberinto mágico del que no podía salir.
La luz rompía los vidrios de las ventanas de las galerías de los Uffizi, fragmentándose en láminas de luz blanca que parecía encontrar paz solo sobre los cuadros del pasado colgados en las paredes.
Corría entre siglos de historia del arte sin ni siquiera dar un vistazo a sus maestros involuntarios, buscando una vía de escape.
El malestar debido a los excesos de la noche anterior había regresado a hacerse sentir y tenía deseo de respirar cualquier cosa que no fuera el aire polvoriento de aquella sala.
En su mente, los ojos de las figuras retratadas en el interior de los marcos dorados estaban fijos sobre él, en una mirada acusadora que no dejaba escapar por nada a ningún otro que un arrepentimiento absoluto de querer demasiado.
La codicia de lograr lo imposible, le pesaba sobre la conciencia como si apenas hubiese cometido el Pecado Original.
Corría en busca de una vía de fuga para encontrarse lo más rápido bajo el azul del cielo estival de Florencia, sacudido por una brisa que no tiene nombre.
La respiración entre cortada, el sudor sobre la frente y una fatiga milenaria los cargaba sobre la espalda.
Se sintió cercano a Hércules en sus doce fatigas e igualmente decidido a completar su búsqueda: salir de aquel museo en cuya ausencia, polvo y daños le infectaban los pulmones.
Descartó una escuela de niños vestidos con blusas usadas y colgadas en gigantescas escamas azules y finalmente se encontró abofeteado por los sonidos de la ciudad: estaba afuera.
Aquella mañana sobre Florencia asomaba un cielo de pintura blanca. El sol estaba velado por un manto de nubes, que parecían haber tomado vida por un latigazo de pincel.
Una luz ligera se filtraba difícilmente, sin dar calor, pero al mismo tiempo capaz de poner fuego a los claroscuros de las nubes.
Njchlas se dirige hacia una fuente para beber un sorbo de agua, esperando que fuera capaz de refrescarle la cabeza y los pensamientos que contenía; un torbellino de imágenes, sueños, visiones y sensaciones contrastantes a las cuales no era capaz de dar un inicio y un final.
Entre todas, se elevaban dos sonrisas lejanas como la aurora y el atardecer.
Aquella de la muchacha del museo, con su rostro limpio, que llevaba consigo la promesa de un futuro capaz de borrar todas las cicatrices.
Después el giño cruel del lobo visto unas horas antes, mientras vagaba con los ojos cerrados recluido en una habitación oscura.
Sus colmillos blancos que no esperaban otra cosa que ser manchados por los pecados de algún desafortunado.
Un escalofrío le recorre la espalda. Respiró a fondo y se dirige hacia el único lugar capaz de redimirlo.
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