CUENTO:
Por. Pietro Bazzoli
Ilustración: Daniele Enoletto
Traducción. Dr. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
La estrella de David, enclavada por Matas en el frontón de la fachada, brillaba golpeada por los suaves rayos de un sol ceniza.
La luneta del portal, que representa la historia de la Vera Cruz, parece escrutar a los fieles desde lo alto, un recordatorio perpetuo del sufrimiento de Cristo para la redención de los pecados del hombre en una agonía sin fin.
Quién busca purificar el alma, pidiendo perdón a los demás nunca es libre de ser señor de sus propios tormentos.
Njchlas no estaba entre estos.
El conjunto de las revelaciones que le habían tocado el corazón en una mezcla de sueños a ojos abiertos y ficticia realidad no señalaba los malos hábitos de los que se había manchado últimamente.
En su mente no había lugar para una fe que pensaba incapaz de salvarlo de si mismo.
A una decena de minutos de su apartamento surgía la basílica de Santa Croce, el único lugar lograba encontrar un poco de paz.
Los nichos contenidos en ella, al igual que una cámara de maravillas cuyos tesoros son los restos de los hombres del pasado, recordaron al muchacho que la muerte une a todos bajo una misma bandera.
El portón incrustado parecía pesado, impenetrable e imposible de mover.
Una gigantesca lápida para salvaguardar un paraíso inaccesible para cualquiera, sino por los ilustres cadáveres que allí han encontrado reposo.
Ellos habían logrado acceder a la eternidad en una cripta dorada, mientras miles de personas habían exhalado su último respiro sobre los escalones del camposanto, extendiendo los brazos en señal de ayuda hacia una divinidad inmovible que no tenía intenciones de abandonar su marmóreo mausoleo para salvarles.
El joven sube con sigilo los escalones que llevan a la entrada de la Iglesia, introduciéndose sin hacer ruido.
La nave arnolfina, delimitada con una larga columnata de base octogonal con arcos de medio punto, perfumada de incienso quemado.
El humo exhalado del incensario dejaba el corredor hasta el altar en un brillo vaporoso, y a merced del perpetuo latín de las oraciones.
Una fila de fantasmas recorría el pasillo entre los bancos de madera maltratados por la polilla y los fríos sepulcros, acompañando a los fieles entre la neblina, atrapada en el interior casi hasta el techo.
Los suspiros del incensario tiraban hasta el roson puesto en la cúspide del lado interior de la fachada, del cual se filtraba una guirnalda de luz, alterada por los vidrios colorados, capaces de cortar aquella delgada manta.
La mezcla de los tenues reflejos del vidrio y de partículas de vapor perfumado se reclinaba sobre los bordes de piedra de la Anunciación de Donatello y sobre el mármol que Canova había dedicado a Alfieri, tiñendo de tonos rosáceos y azulados las lágrimas de una Italia lacrimosa.
No Dios, la muerte era la verdadera dueña de aquel lugar.
Njchlas casi tenía la impresión de verla flotar junto a las sombras dispersas en el claroscuro, entre las columnas, en los lugares donde las cuchillas del sol se rendían sin rayar la oscuridad.
El muchacho se sentó sobre una banca y dejó que su mirada vagase, esbozando con la imaginación los contornos y las sombras que se podían ver solo en un lugar similar.
No se da cuenta que otro había entrado en la basílica y, con paso aterciopelado, se estaba acercando a él.
Al paso del desconocido la débil capa de niebla se disipa, quemando en el aire como si no pudiera tocar los vestidos de alta costura que lo envolvía.
Caminaba sin prisa, disfrutando aquella acción pecaminosa e irrepetible, posando su mirada al límite del sacrilegio sobre la ligera arquitectura que se silueteaba a su alrededor.
El señor del infierno se pregunta cuánto esfuerzo había dado lugar a la construcción de la basílica y con cuanta facilidad habría podido reducir a la Santa Croce en un montón de escombros.
La única cosa que le impedía hacerlo era su amor por el arte gótico.
Estuvo tentado de sumergir los dedos en el agua bendita, pero resiste y continúa su peregrinación personal a través de la nave.
El desconocido coloca una mano sobre la espalda del joven artista y esperó que su mirada se posara en él, acogiéndolo con una sonrisa bondadosa que tenía el sabor de mentira.
Ve los ojos de Njchlas, quizás cerrados en una inútil oración, abrirse de golpe y advierte que en sus venas había comenzado a fluir hielo contaminado por la tiniebla de un miedo atávico.
Se humedeció los labios, complacido por el efecto que su compañía había tenido sobre el pintor.
<<Dumal>>, susurró Njchlas.
El hombre parado frente a él no deja caer su sonrisa de cera y continuó mirándolo imperturbable.
Aquella mirada robada a una estatua le hace congelar la sangre, y Njchlas siente que el corazón se detiene por un instante.
La pesadilla que había tenido la noche anterior atravesó su mente como un rayo y comprende que le recordaba al lobo gigante que había desterrado en el olvido.
<< Te había dicho que nos encontraríamos pronto. Tus cuadros me han fascinado tanto de desear agregarte a mi colección de artistas>>
Dumal había hablado con una voz susurrante, como si temiera perturbar la sagrada quietud que se respiraba-
Era un discurso íntimo, una conexión personal que no debía ser captada ni por los ángeles inmortalizados en poses de piedra, que le miraban de los blanquecinos pedestales.
Susurrar un secreto en una Iglesia, bajo los ojos de Dios en persona le divertía mucho.
Njchlas casi no podía respirar.
Dumal estrecha la espalda del joven con mayor intensidad, como si tuviera intensión de fracturarla.
<<Leo las ondulaciones de tu alma. He visto la lujuria, la codicia y los pecados que la manchan con gotas densas como plomo fundido. Conozco cada una de tus debilidades. Ahora crees que tu enemigo sea yo, pero no haz entendido que, en verdad, a quién más debes temer es a ti mismo>>
El mecenas no lo dejaba andar, pero persistía en mirarlo amorosamente, en una máscara grotescamente desfigurada, que escondía una sonrisa maligna y hambrienta.
Njchlas pensó que no estaba interesado en su arte, pero si en aquello que custodiaba en el fondo del alma.
<<Quieres que el tormento, la pasión y el pasado florezcan de la tela para golpear como un huracán cualquiera que se encuentre en los parajes de uno de tus cuadros y que un pobre incauto llegue a amar aquello que ve al punto de ser fulgurado. ¿Quieres ese tipo de poder? >> dispara <<Yo puedo dártelo>>
Un destello de esperanza se enciende en el fondo de los ojos del joven. Empujado por el deseo que se tiene a los veinte años de conquistar el mundo solo para quitarse el antojo de quemarlo, no logra cerrar las puertas de su corazón, que en vez se abren delante a aquel personaje infernal, que se divertía mirándolo a la sombra del rosón de una iglesia gótica.
<<Se lo que significa no tener ninguna salida, sabes?>>
El tono de Dumal se había hecho si es posible, ahora más confidencial, ligero como la caricia de una madre amorosa al propio hijo. Su voz era fresca como el primer beso de una niña y volaba, impulsada por una brisa invisible que desviaba el olor del incienso que le estaba dando en la cabeza.
<<Escapar de aquella manera, de noche, como un desvalido. Recorrer días infinitos en la obscuridad de la cantina, escondiéndose de la misma forma que un ratón. Sintiendo el sabor húmedo y viscoso de la sangre entre los dedos, imposible de hacer desaparecer, aunque los lave tantas veces con jabón hasta hacerlos insensibles. Pobre muchacha. Tan joven…>>
Aquella frase, dejada caer por casualidad tocó un recuerdo que Njchlas pensaba haber olvidado, haciendo caer el muro que había levantado para alejarlo de la conciencia.
Lyla sonriente. Los cabellos color maíz que le enmarcaban la cara sacudida por el viento.
Ella que corría por la playa con pies desnudos. Sus ojos oscuros que miraban las olas de un acantilado. El colgante con una campanilla que Njchlas le había regalado para que titilara al ritmo de su corazón.
Los labios que se cerraban en su nombre, en un susurro llevado lejos por el viento y que ninguno jamás habría escuchado.
Su cuerpo desnudo que latía bajo él, mientras le regalaba su juventud, su piel y mucho más.
Después, el padre que los descubría.
La rabia, los golpes, el dolor.
La masa que golpeaba la cabeza de la muchacha en el intento de defenderlo de aquella furia.
Lyla detenida, con los ojos abiertos, mientras un hilo de sangre descendía a lo largo de la frente hasta la punta de la nariz, goteándole en los labios.
La juventud de Njchlas muere con ella aquella noche sobre la playa.
El olor salobre se mezclaba a la arena polvorienta, al sudor ocre del padre y al olor metálico de la sangre que se esparcía sobre las palmas de las manos de Njchlas y que infectaba todo como una maldición.
El muchacho emerge de aquel tufo del pasado con una lágrima que le fruncía el rostro.
Njchlas dejó que descendiera hasta el mentón para después arrojarse contra el mármol de la Iglesia.
<<No ha sido culpa tuya. La ignorancia es la causa de todos los males del mundo>>
Aquellas palabras comprensivas, similares a aquellas que un padre amoroso concede a su hijo, descendieron como un bálsamo a través del pecho de Njchlas.
Por primera vez en su vida se siente seguro.
El miedo ancestral contra Dumal había desaparecido junto a la lágrima escapada de sus pestañas en recuerdo de lyla.
Aquellas palabras comprensivas eran aquello que había esperado largamente para redimirse del pasado.
Extrañamente había logrado arrojar a la espalda la sombra pecaminosa que le apretaba las vísceras y oscurecía el alma precisamente en una iglesia, confesándose con una figura que parecía cualquier cosa menos un cura.
<<Quieres el corazón del mismo Dios en un plato de plata para cebarte de lo sublime? Tu alma anhela a tal punto el poder, de sacrificar todo>>
<<Sí>>, susurró.
-Sí, por qué no tengo más nada que ofrecer.
El hombre sonríe de nuevo.
Aquella sonrisa famélica daba miedo y por un momento la figura del lobo toma el puesto de Dumal.
Ahora lo tenía en un puño.
Sin quitar la mirada del rostro exánime y de los ojos abiertos del muchacho, Dumal extrae del bolsillo interno de la chaqueta un colgante dorado.
La joya parecía muy antigua, remontada a una época olvidada, cuyo único testigo sólo pertenecía a los libros de historia.
El pendiente tenía forma oval y en su interior estaba incrustada una piedra negrísima, tan obscura que absorbía la misma luz.
Njchlas atribuye aquella impresión al cansancio, al tenue brillo que se filtra por las ventanas y al humo del incienso que respiraba ya desde hacía mucho tiempo.
Dumal tiende el colgante al muchacho.
<<Úsalo>> le ordenó-
Obediente, el pintor sigue la orden.
<<Gracias a esta joya tu arte se convertirá en inmortal. Lograrás conquistar filas de almas que desfilarán delante de ti, embrujados por tus pinturas. Todos ellos serán tuyos. Y míos>>
El sonido de un trueno rasgó la quietud de vapor que albergaba el interior de la iglesia, como para demostrar que el pacto entre los dos había sido consagrado.
Apenas comprendida la resolución que pesaba como ex comunión, inútilmente, Njcholas intenta quitarse el colgante. No sería más libre.
Dumal vuelve a meter la mano dentro del bolsillo de la chaqueta y esta vez extrae un billete de tren.
En aquella situación que tenía el sabor de una condena a muerte, la simplicidad de una hoja de papel parece absurda al joven que lo toma sin logar controlar los dedos.
Lee sobre él, el nombre de una ciudad donde nunca había estado.
<<Te espero dentro de una semana en la ciudad de las sombras>> sentenció Dumal.
El artista miró aterrado la sonrisa cruel de su nuevo mecenas, que ahora no se esforzaba más en parecer bondadoso, juntos habían votado sus propias máscaras, y bajo aquel rostro posado, Njchlas había descubierto oculto, aquel del diablo.
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