En el corazón de la hermosa y antigua ciudad de Bruselas, Miyuki, Abdallah y Romain habían forjado una amistad tan fuerte como el hierro. A pesar de las marcadas diferencias de sus tradiciones y credos, los tres compartían el mismo pilar fundamental en sus hogares: la importancia de hacer el bien y ayudar a quienes lo necesitan.
Miyuki era practicante del budismo, Abdallah era musulmán y Romain, católico. A sus doce años, estos amigos no solo eran los mejores de su clase, sino un verdadero ejemplo a seguir en uno de los colegios más importantes de la capital belga.
Su fraternidad florecía en cada celebración. Compartían el Vesak (que conmemora el nacimiento, la iluminación y la muerte de Buda), el Parinirvana y el Magha Puja de Miyuki. Disfrutaban de la alegría del Eid al-Fitr (la Fiesta de la Ruptura del Ayuno) y el Eid al-Adha (la Fiesta del Sacrificio) de Abdallah, y se unían a las festividades de la Pascua y la Navidad de Romain. Juntos eran más felices, y su actividad favorita era recolectar juguetes y ropa para los más humildes.
El Desafío de Diciembre
Llegó diciembre, envolviendo la ciudad en el ambiente festivo que tanto amaban. Los muchachos, con el apoyo incondicional de sus padres, decidieron emprender una misión ambiciosa: reunir sorpresas para un hospicio de niños huérfanos.
Sin embargo, no todos en la ciudad compartían su espíritu abierto. Algunas personas de mente estrecha no lograban comprender la profunda fraternidad de los tres amigos y, en lugar de ayudar, los criticaban por mezclar sus tradiciones. Esto hizo que las donaciones este año fueran mucho más lentas y escasas.
El Encuentro Mágico
Una noche, terriblemente fría pero de un cielo muy estrellado, los amigos se reunieron para planificar los detalles de su celebración navideña. Estaban en una pequeña plaza, cerca del gigantesco y vibrante Árbol de Navidad central de la ciudad, cuando un niño se les acercó.
Era notablemente hermoso, con un rostro sereno y un cabello que parecía hecho de finísimos hilos dorados que brillaban bajo la luz de las estrellas.
—Hola, ¿qué hacen? —preguntó con una voz suave, casi como un susurro musical.
Miyuki, la más directa, respondió: —Hola. Estamos planificando una celebración para los niños huérfanos, pero este año la gente no ha sido muy colaboradora y tenemos muy pocas cosas. ¿Y tú quién eres?
El niño dorado sonrió, y el gesto iluminó su rostro.
—Pero, no tenemos suficientes cosas —insistió Abdallah, con la frustración reflejada en su voz.
—Vayan. Simplemente, vayan. Y recuerden siempre esto: Sigan unidos, sigan haciendo el bien y así, siempre estarán cerca de la verdadera felicidad. Hasta siempre.
El misterioso niño hizo un gesto de despedida con la mano. Comenzó a caminar muy despacio, y a medida que se alejaba, su figura se desdibujó. De pronto, sin previo aviso, se disolvió por completo en un remolino fugaz de destellos multicolores que ascendieron hacia la copa del árbol de Navidad, como si el viento se hubiese llevado su luz.
Miyuki, Abdallah y Romain se quedaron sin habla. Se miraron, comprendiendo sin palabras que acababan de presenciar algo extraordinario, y cada uno se fue a casa con el corazón latiendo con una nueva esperanza.
La Sorpresa de Nochebuena
La tarde del 24 de diciembre, los amigos llegaron al orfanato, cargando las pocas cajas y bolsas que habían podido recolectar. Fueron recibidos por la directora con una enorme sonrisa.
—¡Hola! ¿Todavía traen más regalos? ¡Qué generosos son!
—¿Cómo que "más"? —preguntó Romain, totalmente desconcertado.
—Sí, queridos. En la mañana trajeron muchísimas cosas, ¡montones! Dijeron que venían de parte de ustedes. ¡Entren!
Al entrar al salón principal, los tres amigos quedaron estupefactos. A los pies de un árbol de Navidad brillantemente decorado, había una montaña impresionante de juguetes nuevos, clasificados por edad. Había también cajas con ropa, y una mesa inmensa repleta de exquisiteces y dulces que los niños jamás hubieran imaginado.
La alegría que se desató en el salón fue contagiosa. Los niños huérfanos, con los ojos brillando más que las luces del árbol, corrían entre los montones de juguetes y la mesa de dulces. Eran gritos de asombro y risas puras, el sonido de la felicidad más simple y genuina. Abdallah ayudaba a los más pequeños a elegir un juguete, Miyuki repartía pasteles y bombones, y Romain se unía a las canciones que espontáneamente surgieron. Los tres amigos no necesitaban palabras: esa felicidad desbordante de los demás niños era la prueba más clara de que su misión se había cumplido y de que el niño de cabellos dorados era real.
Al final de la velada, bajo el cielo estrellado de Bruselas, Miyuki, Abdallah y Romain se despidieron con una certeza profunda. Supieron que la magia de aquella noche no residía en los regalos ni en los destellos, sino en la fuerza invisible que une a quienes actúan con el corazón. Entendieron que, si bien el mundo podía ver tres religiones, ellos eran una sola intención. Y así, en la calma de la noche, se juraron seguir unidos, pues comprendieron que la verdadera felicidad no tiene un solo nombre ni un credo, sino que es el resultado luminoso de la bondad compartida.
Por. Ana Teresa Delgado de Marín



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