Por. Ana Teresa Delgado de Marín
Ilustraciones. De Ana Teresa Delgado con AI
La brisa llega lenta, casi aletargada, acariciando las horas mientras el tiempo avanza taciturno por los caminos polvorientos de un pueblo que parece dormitar a orillas de los sueños. Es uno de esos lugares perdidos en la espesura del monte y en los mapas del olvido; sin embargo, cuando diciembre asoma en el calendario, el aire mismo cambia. El pueblo se inunda de un polvo de estrellas invisible, de anhelos antiguos y de risas nuevas, preparándose para cuando el Niño Jesús recorra los umbrales de la ilusión.
El alma de los niños es un estuche de creyones infinitos, del cual extraen los colores más vibrantes para pintar sus deseos sobre el lienzo de la realidad. El pueblo que describo se llama Los Venados: una calle larga bordeada de casas que parecen sostenerse mutuamente, una capilla pequeña con campanario de espadaña, un bar bullicioso, la escuelita rural, el dispensario de paredes blancas y un policía solitario. Pero también habitan allí esperanzas tozudas, de esas que a veces tardan una vida en llegar.
En Los Venados, dos niños brillan con luz propia, unidos por una amistad tejida desde que sus pasos eran vacilantes, a los tres años. Hoy, con siete abriles en sus miradas, siguen siendo inseparables, como dos ramas de un mismo árbol.
Antonio proviene de la humildad más pura. Vive con su madre, Rosario, en un pequeño nido de bahareque y techo de palma, un poco apartado del corazón del pueblo. Es hijo único, y sus tardes tienen el aroma del maíz frito, pues ayuda a vender las empanadas que su madre elabora con esmero para subsistir. Gerardo, en cambio, habita una modesta quinta de paredes frescas dentro del pueblo. Su padre, Cosme Ramón, es el respetado maestro de la escuela; su madre, Elena, cuida del hogar, y Carla es su pequeña hermana, curiosa como un cascabel.
A pesar de las diferencias de sus techos, Antonio y Gerardo comparten el mismo patio de juegos en la imaginación. Ambos sueñan con el diamante verde del béisbol profesional, verse algún día con el uniforme de los Leones del Caracas. Admiran con devoción a Omar Vizquel, y cada uno custodia en su pared un afiche de periódico del legendario campo corto, como si fuera una estampa sagrada.
—Voy a pedirle al Niño Jesús un guante de cuero de verdad, un bate que suene a jonrón y una pelota nueva —dijo Gerardo una tarde, dirigiendo su mirada al cielo naranja y esbozando una sonrisa amplia.
—Yo también —replicó Antonio, bajando la mirada hacia sus pies descalzos, consciente de que el Niño Jesús a veces tenía dificultades para encontrar el camino a su casa de bahareque.
Pero a principios del mes mágico, una sombra fría se posó sobre el pecho de Antonio. Cayó enfermo repentinamente. Rosario, con el corazón en un puño, lo llevó al dispensario, pero el médico rural, superado, los remitió al hospital de la ciudad, a kilómetros de distancia de la paz de Los Venados. Allí, entre luces blancas y olores metálicos, los doctores pronunciaron un diagnóstico sombrío, una enfermedad que no entendía de milagros médicos.
En apenas cinco días, Antonio se volvió ligero como una pluma; sus fuerzas se disiparon como humo y sus piernas se negaron a sostenerlo. Los médicos, derrotados ante el avance de aquel mal invisible, lo enviaron de regreso a su hogar. Allí, en su pequeña habitación, compartiría sus últimos días con su madre, quien se marchitaba hora tras hora al ver cómo la vida de su único hijo se escurría entre sus dedos.
Gerardo y sus padres lo visitaban a diario, tratando de alimentar su alma con cucharadas de aliento y cariño. Antonio, envuelto en su inocencia, mantenía una chispa de esperanza, aunque sentía que el invierno se instalaba en sus huesos. No sospechaba que el ocaso de su corta vida se acercaba tan rápido, como si a su mañana la hubieran eclipsado todas las nubes de tormenta del cielo.
Gerardo, en su carta secreta al Niño Jesús, borró sus propios deseos. Con letra temblorosa pidió la salud de su hermano del alma, pidió que no se fuera, que la luz volviera a sus ojos. Y, casi como un susurro al final de la hoja, añadió: "...y también, si puedes, un bate, un guante y una pelota para cada uno".
Llegó la Nochebuena. El aire de Los Venados vibraba, cargado de los anhelos pintados en azul intenso de todos los niños. El día transcurrió sin prisa, majestuoso. El sol, como una moneda de oro viejo, fue ocultando su rostro soñoliento entre los cerros, dejando en el cristal del cielo una senda dorada y púrpura mientras el manto peregrino de la noche, tachonado de luceros, cubría el valle.
Gerardo visitó a su amigo. Le deseó Feliz Navidad con un nudo en la garganta y una promesa de pronta recuperación que sonó hueca en la penumbra del cuarto. Luego se alejó, pensativo, sintiendo que la tristeza pesaba más que cualquier juguete.
Las horas continuaron pasando, lentas, densas y cargadas de silencio en la casa de Rosario. Solo una risa lejana, deformada por el eco, se entremezclaba con los gritos festivos que salían del bar del pueblo. Antonio, muy débil, flotaba en la fiebre sin poder dormir. En su pequeña cama, su mente divagaba entre sueños de béisbol y la espera del Niño Jesús.
Entonces, el sonido de las campanas levantó un tímido vuelo, como aves de metal anunciando la medianoche. El cielo estalló en flores de luz artificial; los cohetes buscaban las estrellas... Llegaba la Navidad.
De repente, en el silencio de su cuarto, Antonio vio algo que no pertenecía a este mundo. Entre las penumbras, una luz que no proyectaba sombras, suave como la luna líquida y cálida como el sol de la mañana, avanzó directamente hacia él. Se frotó los ojos con sus pequeñas manos, pensando que la fiebre lo engañaba.
La luz llegó hasta su lecho y se condensó en una forma tierna. Sintió que la mano frágil y pequeña de un niño lo acariciaba la frente, disipando el frío de la enfermedad. Mientras tanto, un alivio inmenso, como una marea de bienestar, inundaba su cuerpo. La luz comenzó a alejarse suavemente. Antonio, sin pensarlo, se incorporó de la cama extendiendo la mano para tratar de alcanzar aquel resplandor divino.
Cuando se dio cuenta, estaba de pie en medio de la habitación. Sus piernas eran fuertes como robles jóvenes. La luz milagrosa se disipó, dejando un aroma a nardos y esperanza.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó, y su voz sonó clara y potente.
Rosario acudió corriendo, con el corazón temiendo lo peor, pero se detuvo en seco en el umbral. Observó con asombro sagrado que su hijo estaba parado, firme. La palidez de cera y el rictus de la muerte habían desaparecido de su rostro, reemplazados por el color rosado de la vida. ¡Era un milagro tejido en la noche más santa!
Antonio, abriendo los brazos, se abalanzó sobre Rosario y ambos se fundieron en un abrazo bañado en lágrimas de incredulidad y gozo, apretándose fuerte, quizás con el temor de que aquella felicidad fuera un sueño que se escaparía al amanecer.
De pronto, el brillo de algo bajo la cama llamó la atención de Rosario. Era un paquete envuelto meticulosamente con papel de estrellas plateadas. Ambos corrieron hacia él. Al abrirlo, el olor a cuero nuevo llenó la habitación: un guante profesional, un bate de madera pulida y una pelota de béisbol de costuras rojas perfectas.
Antonio los apretó contra su pecho recuperado. Lanzó una mirada por la ventana, buscando el cielo más allá de las estrellas visibles, y dio gracias al Niño Jesús y a la Virgen con el alma de rodillas.
Al amanecer, en la mañana radiante de Navidad, Gerardo, sus padres y la pequeña Carla fueron los primeros en llegar a la casa de bahareque con un regalo. Fueron también los primeros testigos del milagro. No hicieron falta palabras; la imagen de Antonio de pie, con un bate en la mano y la vida en los ojos, lo dijo todo. Todos se abrazaron en un círculo de dicha radiante, dándole gracias a Dios bajo el sol naciente.
Así quedó demostrado en Los Venados que la magia más poderosa no necesita palacios para descender; la felicidad también llega a los hogares humildes cuando se siembra la fe profunda, se riega con el rocío de la ilusión compartida y se espera contra toda esperanza.
Gerardo y Antonio siguen soñando, ahora con más fuerza que nunca. Siguen dibujando en el aire su futuro con el color verde intenso de la grama, con el marrón fértil de la tierra y con el blanco inmaculado de la raya de cal; esa misma que delinea el campo de béisbol, el escenario de su más anhelada ilusión.



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