CUENTO:
Por: Pietro Bazzoli
Traduzione. Claudio E. Pompilio Q
Un sonoro golpe hace estremecer la maltratada puerta de madera, interrumpiendo la quietud. Un haz de luz ámbar cortaba la habitación en penumbra.
Las venecianas estaban bajas, y aquella poca claridad que entraba de la ventana abierta, por el calor, parecía penetrar la oscuridad que reinaba solitaria.
El aire interior era vaporoso y pesado por el polvo que flotaba.
El apartamento era pequeño, desordenado, con las paredes de un color poco saludable por la suciedad y el añejo humo de cigarrillos.
Ropas arrugadas estaban regadas por todas partes.
Una vieja silla permanecía volcada en la tierra desde quizá cuanto tiempo.
El aspecto de la cama de latón era de todo menos cómodo, estaba sin hacer y las sábanas amarillentas parecen no haber sido cambiadas durante semanas.
El gastado colchón estaba cortado por un lado así que parte del interior se desbordaba.
Sobre el piso manchado de pintura y vino tinto estaban apiladas colillas de cigarrillo, vasos sucios llenos de pinceles y variadas botellas de cualquier tipo de alcohol que estuvieran disponibles en el comercio.
Ocupando casi toda la habitación, justo en frente de la ventana, un enorme caballete sostiene un lienzo sobre el que ahora se había secado los destellos de color.
Todo esto se completa con un escritorio de madera pobre, raquítico y tambaleante, completamente cubierto de decenas de libros y periódicos, cuyas noticias probablemente pertenecen al siglo pasado-
La única forma de vida era un hombre joven, acostado de través sobre el lecho y deshecho al menos en cuanto al mismo apartamento.
No tendría más de treinta años. Los cabellos grasos y la barba enmarcaban un rostro manchado de hollín, los ojos marcados por profundas ojeras.
Finalmente se había dormido después de haber probado por al menos un siglo.
El cutis reflejaba la palidez típica de un enfermo. De quién no lleva un estilo de vida saludable, pero que llega al extremo de las fuerzas antes de caer aniquilado.
Una especie de autodestrucción consciente.
Sobre la camisa que llevaba prosperaban numerosas manchas: sudor mezclado con salpicaduras de los pinceles y otras sobre las que era mejor no preguntar demasiado.
Sus ronquidos se fusionan con las voces de Florencia, provenientes de la calle de abajo.
El cielo de Toscana brillaba en el caluroso mediodía veraniego.
Cientos de personas se reunían frente a la estatua de Dante Alighieri o trataban de escapar del calor en el interior del pasillo de Santa María del Fiore, entre el olor del incienso y el eco de las oraciones de los fieles.
Las campanas habían comenzado a superar el momento de la remisión de los pecados, para quién estuviera interesado en hacerse perdonar algo delante de Dios.
El pintor que roncaba no estaba entre ellos.
Ciertamente, no por desinterés.
Hubo un tiempo, de niño, en el que sus ojos –llenos de amor y de buenos propósitos para el futuro- reflejaban la luz de los candelabros dorados de cualquier iglesia perdida entre los campos.
En un lugar similar, la mirada benévola de un sacerdote de provincia se podría perder como el viento del campo flotando tanto sobre los niños como las ovejas que pastan la hierba.
Fue sin duda la culpa del destino si, en vez de tomar el camino que conduce a la santidad, por la tarde, en un apartamento Florentino el joven se encontrara en un estado de inconsciencia.
Mientras tanto, el misterioso visitante continuaba golpeando incesante, tan fuerte que casi podría atravesar la sutil capa que lo separaba del interior de la habitación
<<Njchlas!>>, gritó una voz de mujer. <<Levántate, haz dormido todo el día>>.
El joven responde con un gruñido metiendo la cabeza bajo la almohada.
De pronto, la perilla giró sobre sí misma y la puerta se abre con un chirrido incierto, un suave lamento después de los golpes recibidos.
Se asoma a la habitación la inmensa figura de una mujer de mediana edad. Estaba vestida en modo simple, a la campesina.
Un pañuelo le sujetaba los cabellos y ponía en muestra la frente, empapada en sudor por el calor y los diferentes pisos de escaleras que debe haber subido para llegar a la habitación.
Un delantal, que llevaba atado a la cintura hacía desbordar la manteca acumulada en los lados. En los pies tenía zuecos.
<<Levántate>>, ordena ahora, resoplando exasperada.
Njchlas levantó la cabeza y la contempló con mirada vidriosa, alzándose con fatiga, diciendo <<Buenos días, señora Angela>>.
<<Buenos días un cuerno. Es tarde y tú has dormido todo este tiempo>>.
<<Apenas me había dormido>>, responde el muchacho pasándose la manos entre los cabellos desordenados. <<Tenía un buen sueño>>,
<<Ah, nos faltaba solo esto! Para tener veintisiete años pasas mucho tiempo durmiendo y frecuentando burdeles. De hecho, a menudo haciendo ambas cosas >>.
<<Así ahorro tiempo>>.
La mujer prefiere no contestar con palabras: el enésimo bufido y la mirada de fuego que le había lanzado eran más que suficiente.
<<Debes poner en orden esta porquería. Eres el inquilino más desordenado que tengo. A la final me cansaré de todos los problemas que me das y te botaré a la calle con una patada en el trasero. Te lo prometo>>.
<<Usted siempre lo dice, pero nunca lo hace. Ya no le creo más>>.
Sobre el rostro de Njchlas continuaba flotando una sonrisa sincera aunque tirante debido a las secuelas y del terrible dolor de cabeza que debía tener en aquel preciso momento.
<< ¿Hay algo en particular por lo que vino a verme, señora Angela, o se trata de una visita de cortesía? >>.
<< Quería asegurarme de que aún estaba vivo y que no debería deshacerme de un cadáver >>.
<<Como ve, disfruto de óptima salud>>.
<<No se diría, a juzgar por el aspecto. No obstante ha recibido visitas: dos acreedores esta mañana y otra a la hora del almuerzo. Todos con diferentes órdenes. También un curador: dice que tiene días esperando sus cuadros.
<<Cuán grandes eran los créditos? >>.
<<Mucho>>.
<<Entonces el asunto es serio. Me supongo que tendré que pagarles>>.
Njchlas estalla en risas como si hubiera hecho una broma divertida.
<<No se cuanto talento tengas pintando, pero me pareces bueno para hacerte enemigos. Parece que alguno que tiene dinero para prestar te está buscando>>, dice la señora Angela.
El joven la miró con aire de fingida sorpresa.
<<No pongas esa cara: eres el hombre más buscado de Florencia y no precisamente por tus obras>>.
<< No hay prisa para eso. La exposición es dentro de poco y seguramente venderé un par de cuadros. Ahora que lo pienso. He pagado el alquiler?>>.
Obviamente no. Por tercer mes consecutivo>>.
<< Le pagaré, lo prometo >>.
<< Por supuesto, es lo que siempre dices. Levántate, aséate y haz airear la habitación>>.
Njchlas se levanta de la cama y se acerca a la señora para abrazarla.
Ella trató de evitar el contacto, pero igualmente el joven la aprieta y propina un sonoro beso sobre las gruesas mejillas.
La mujer se sonroja. << Me eres antipático, Njchlas, pero no puedo imaginar este lugar sin ti >>.
<<Lo sé: le muevo la vida. De lo contrario, qué aburrido! >>.
Doña Angela rompe a reír y le da una palmada sobre la espalda, tan fuerte como para hacerlo retroceder un paso.
<<Voy a buscar algo de comer. Si no comes, morirás aquí y no deseo cadáveres en mi hospedaje>>.
<<Usted es un ángel, de nombre y de hecho. Una última cosa: no tiene un cigarrillo?>>.
Njchlas sabía que la mujer le decía que no fumaba. Era un vicio que ella, devota cristiana, deseaba mantener alejado para mantenerse pura, más queriendo dar el buen ejemplo desde el momento en que fue prohibido fumar en las habitaciones. Pero él la había visto más de una vez sentada sobre los escalones del patio trasero, mientras se concedía algunas bocanadas al atardecer, inconsciente de ser observada.
Con el enésimo gruñido, sacó del bolsillo de su vestido un paquete maltratado y se lo lanzó.
<<”Nacionales” sin filtro. Mis favoritos>>, dice Njchlas.
La mujer le da la espalda y se marcha, continuando a murmurar insultos hacia el pintor.
Njchlas cerró la puerta y se dirigió hacia la ventana. Levantó las persianas y dejó que la luz del mediodía inundara toda la habitación.
Soplaba un leve hálito de aire. No era lo bastante fresco para poder ser considerado placentero, pero el joven artista igualmente se alegró.
Apoyándose en el antepecho se pierde y admira los tejados de Florencia, inundados de oro por el sol que comienza a declinar sobre Santa María del Fiore.
Respiró profundamente y, encendiendo un cigarrillo, decide estar de buen humor para pintar.
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