CUENTO:
Per. Pietro Bazzoli
Illustrazione: Daniele Enoletto
Traducción libre. Dr. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
Aquel rugido, que había atravesado el cielo de Florencia en una lúgubre mañana de verano de principios de siglo no pertenecía a un trueno cualquiera. En los años venideros hay quién dijo que en las cercanías de Santa Croce se escuchó más fuerte, casi como si no viniera de las nubes grises que amenazaban tormenta, más bien de los mismos cimientos de la Iglesia.
También don Claudio, que estaba hablando con un cliente de la galería hace una pausa para dejar al eco el tiempo de perderse en los corazones de los niños de las calles, hasta desaparecer. El elegante curador tenía entre las manos la copia de un cuadro flamenco, cuyos colores parecían tomar vida saltando fuera del lienzo. Dejó el pequeño cuadro sobre el pulido mueble de nogal y, disculpándose con su interlocutor, se dirige hacia la salida para echar un ojo hacia el cielo cubierto de nubes blanquecinas.
<< Algo va mal, don Claudio? >>, Escucha detrás de él.
Esas palabras fueron incapaces de evitar el sopor que el trueno le había dejado.
En aquel instante tiene la sensación que le acababan de robar un valioso regalo y que no volvería a ver más al joven pintor a quién se había aficionado. No entendía como pensamientos tan distintos pudieran haber aparecido en su mente, como si hubieran nacido unidos por un destino común.
Volvió a pensar sin reservas en Njcholas y en cuando lo había conocido: tumbado en el obscuro rincón de una calle, casi totalmente privado de los sentidos, parecía haber olvidado cómo encontrar el camino a casa. Un alma abandonada en el borde de la madrugada, después de una noche a la intemperie, similar a quién sabe cuántas otras. En el pecho aferraba dos cosas: un lienzo enrollado que no quería vender a ninguno de los viandantes y un estado de ánimo colmado de grandes expectativas que, sin la ayuda del curador, no habría visto surgir un nuevo día. Y sus sueños con los ojos abiertos, su carácter rebelde y aquella sonrisa melancólica, que lo acompañaba como una sombra y que mostraba solo a quienes eran dignos de confianza, les echaría en falta; así como su talento y la voluntad de imprimir la rabia sobre el lienzo, junto a la locura, a la juventud y ese aspecto insondable propio del ser humano.
Aquella parte íntima, escondida, frágil y preciosa, pero al mismo tiempo misteriosa, capaz de inducir a la obsesión por un semejante. Aunque no lo conozca jamás hasta el fondo. Después de todo, nunca se conoce a alguien totalmente, mucho menos a nosotros mismos.
Don Claudio se pierde en medio de aquellos pensamientos, en recuerdo de su protegido, seguro que nunca volverían a encontrarse. Le deseó buena suerte, lanzando al viento la tarea de entregar su mensaje de despedida.
***
Doña Angela se dedicaba a su actividad preferida, es decir, secar la ropa en el patio cantando las arias líricas que escuchaba en la radio. Solo una cosa le daba más satisfacción, lanzar miradas torcidas a quién tuviera la lengua tan larga de contradecirla. No sucedía a menudo pero, a los desprevenidos que mostraban el valor de expresar una opinión diferente a la suya, la mujer reservaba un mes de silencio mezclado con miradas ardientes y, para quién continuaba imperturbable, el castigo podría durar toda la vida. La regla valía para todos, a excepción de Njchlas: aquel muchacho tenía el poder de hacerla derretir, como las buenas intenciones a la vista de un pecado.
El trueno retumbó en sus oídos, mezclándose con el discordante sabor de la lírica. Doña Angela calla por un segundo, mirando al aire con un paño húmedo aferrado entre los dedos. Parecía que nada, después de esa explosión, se moviera en el mundo. Doña Angela respiraba lentamente, tratando de no perturbar la quietud que había caído en el patio inmediatamente después del trueno. Solo el goteo del paño, que lentamente estaba formando un pequeño pozo sobre la tierra batida y polvorienta, llenaba el aire. Cada gota pesaba tanto como una tonelada y hacía eco como el tañido de un martillo en una campana de cristal, tan fuerte que, después de un par de latidos el vidrio trabajado se rompe en mil pedazos. De la misma manera la conciencia de la mujer se rompe contra el cielo cargado de lluvia. Miró las nubes, preguntándose cuantas personas estarían haciendo lo mismo o si sería la única en sentir el rugido resonándole en el alma.
Cuelga de la mejor manera la tela sobre la cuerda tirante y se dirige hacia la entrada, donde un pequeño escalón marca el paso hacia el espacio abierto. Fatigada se sienta en la tierra, ignorando el polvo que le ensucia la falda y los tobillos, y saca un cigarro –Nacional, sin filtro- del bolsillo interno del delantal. El paquete y los fósforos estaban bien escondidos y ninguno sospechaba de su existencia. Independientemente de las miradas del público de inquilinos, se lo llevó a los labios y lo enciendo con una amplia bocanada, dejando que el denso humo le invadiera los pulmones. Expulsó el humo a la vuelta del pasillo, volviendo a mirar el cielo que ahora era blanco impoluto, sin que un solo resquicio de cielo se entreviera en aquel manto uniforme.
<<Quién sabe dónde está Njcholas, aquel desgraciado no ha regresado desde ayer en la noche>>, pensó.
Esperó un segundo y toma otra bocanada liberando en el aire el rastro de aquella pequeña culpa.
Por un momento se pregunta si no sería mejor retirar las telas con un esfuerzo que en realidad la llevó lejos de sus pensamientos.
Sentía un instinto materno que la unía al joven, aunque no sabía nada de él: ni de dónde venía, ni quién era. Como seguro había tenido la palabra de Don Claudio y poco más. Se esforzó en recordar. La primera vez que Njcholas la había mirado a los ojos, tenía una sonrisa irónica en los labios, como si no creyera ser lo suficientemente digno de esperar tener todavía un alma en el cuerpo.
Cuanto se equivocaba: en los meses siguientes junto a los cuidados y reproches que había aplicado al joven, que hacía de todo para destruirse, habían hecho que ella se aficionara a él.
Recordaba una noche que estaba tan borracho para regresar a su cuarto. Doña Angela le había encontrado gateando en la escalera, acurrucado en sí mismo y cubierto de lágrimas. Ella al principio lo había regañado, pero después, viendo que no se movía le había puesto la mano sobre la espalda. Al sentir el contacto amoroso, Njcholas se había lanzado sobre sus brazos llorando como un niño.
<<Muchacho estúpido. Porqué te has reducido así?<<. Había preguntado ella con una dulzura que no se creía capaz.
<<Porqué no logro soportar todo esto>>.
<< Todo esto? >>.
<<El mundo. Me abate. A veces también es agotador, solo respirar<<.
Y sin agregar otra cosa se había escondido entre su pecho, esperando ser protegido y continúa llorando hasta que se durmió. Ella le había acompañado al cuarto y acostado sobre la cama con el deseo que finalmente lograra huir de aquellas pesadillas que parecían desgarrarle incluso despierto.
El cigarro se había apagado entre los dedos y cuando doña Angela trató de sacar otra bocanada, sintió un sabor acre en la boca, el sabor de la suciedad del tabaco y del papel quemado.
Botó el cigarrillo amarillento en un frasco de magnolias y fatigada se tiró allí.
En aquél momento siente un sonido en la espalda.
Un haz de luz centelleó sobre la entrada por un instante, por el mismo fragmento de segundos en que se puede esperar mirar a Dios en los ojos de una persona.
Doña Angela se volteó, pero no fue el Altísimo aquel que ve a su espalda, sino a Njchlas.
<<Finalmente>>.
<<Doña Angela>>, dice solo, con un susurro.
<<Donde has estado? Estaba preocupada>>.
La mujer no hace nada para enmascarar aquel tono de voz, similar al de una madre preocupada.
<<En la peor de las pesadillas, creo. No lo sé. Tal vez todavía estoy durmiendo>>.
El muchacho le pareció perturbado como nunca antes. Nuevamente un fragmento de aquella terrible noche se asoma entre sus pensamientos.
Pero esta vez los ojos de Njchlas no eran los de un muchacho asustado. Eran los de un animal cazado en espera del golpe fatal que ponga fin a su vida. Un suspiro cargado de entrega sale de la boca del muchacho y doña Angela cree verlo expirar como la escarcha de la mañana iluminada por el sol veraniego hacia la bóveda del túnel.
>>Descansa>>, le dice, <<no necesitas otra cosa>>.
***
Njcholas miró a la mujer. En aquellos meses se le había apegado mucho: para él era casi como una madre. A pesar de los reproches, sabía cuánto le quería y se sentía culpable, porque creía no merecerlo. La figura de doña Angela se recortaba contra el resplandor enfermizo de la luz matinal.
Dijo que no le haría daño, que no habría encontrado el tiempo. Sin pensar, tocó con los dedos el colgante que ahora llevaba en el cuello, pesado como el maleficio que le había sido lanzado.
No dijo más, la miró gentilmente y sube rápidamente a su cuarto, dejando que una lágrima proveniente de un pasado del que no tenía memoria manchara los escalones sobre los que estaba volando.
Cuando Njcholas, frente a la puerta de su habitación siente dolerle el pecho a causa de aquella carrera improvisada. Los pulmones le queman y el medallón que lleva al cuello se parece más a una cadena que nunca se rompe. Buscó la llave en el bolsillo y la inserta en la cerradura, girándola con fuerza. La cerradura emite un lamento siniestro y permite que la madera desvencijada se abra. Se tiró de inmediato sobre la cama, mirando al techo con la esperanza que algo o alguien diera respuesta a las miles de preguntas que se agolpaban en su mente.
Sintió la mejilla de la que había escapado aquella lágrima que habría por siempre simbolizado el corte neto que había hecho con su antiguo yo.
Realmente quién era Dumal? Que había intercambiado para obtener un talento que es posible que ya poseía?. Probablemente había aceptado un contrato que, al final, habría sido adverso.
En el cielo raso amarillento comienza a delinease una figura. Inicialmente incierta se hace camino sobre las manchas indistintas dejadas por el humo del cigarrillo, transformándole en suaves nubes. En el centro, menos esbozado, se entreveía un rostro etéreo.
<<Un ángel>>, dice sorprendido.
El medallón enclavado sobre su pecho comienza a hacerse más caliente, quemándole la piel. Njcholas cree que si no se hubiera levantado rápidamente, la carne hubiera comenzado a crujir, marcándolo eternamente, mientras desde lo alto, aquel ángel desconocido lo observaba con ojos que ahora no lograba ver.
Levantándose del camastro desecho, toma un pincel y lo sumerge en un tazón sucio que tenía siempre sobre la mesilla de noche. Posó la mórbida punta en el color y trazó una línea sutil sobre el lienzo. La mano se movía como si no fuera suya, empujada por una fuerza que no reconocía y que actúa bajo la influencia de esa imagen que continuaba a poblar el cielo de ladrillos y cal, deslucidos por el tiempo, que veía encima de él. Fue solo después de muchas horas que logra reconocer el rostro esbozado, flanqueado por una mano efímera que se destaca en el medio de la pintura inacabada, en un gesto que bien habría podido significar la redención para millones de pecadores.
Aquel ángel incompleto era la mejor cosa que había pintado nunca.
Lo sentía bajo la piel, casi a la altura del corazón, que latía a un ritmo incesante.
Los oídos no escuchaban nada más, sino los lentos sonidos de las cerdas impregnadas de color contra el tejido estirado del lienzo.
Cuando sale de aquel estado, se da cuenta que había comenzado a dibujar una figura alada, de espalda, con una mano suspendida en el vacío y el rostro vuelto hacia el espectador. A pesar de que era sólo un boceto preparatorio, los detalles de que fue capaz en tan poco tiempo lo dejaron sin aliento.
Se da cuenta al máximo del poder del pacto entablado con Dumal, y es entonces cuando ve la mano del ángel transformarse en algo diferente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario