viernes, 31 de octubre de 2025

CUENTO DE HALLOWEEN: Los Once Latidos de la Dama de Octubre de Claudio E. Pomplio Q

 


Por. Claudio E. Pompilio Quevedo
Foto. Creación de CEPQ con IA

1. El Perfume de la Muerte en el Bois de Boulogne

París. La noche del 31 de octubre de 1920.

Una bruma perlada, como el aliento helado de un secreto inconfesable, se cernía sobre la Ciudad Luz. En la opulenta Avenue Foch, lugar de residencia de ricos y famosos, frente a la promesa verde y melancólica del Bois de Boulogne, la Condesa Victoire d’Urs residía en un espléndido palacete.

El apartamento, más bien una pinacoteca viva, olía a terciopelo envejecido, sándalo y la efímera fragancia de los lirios blancos, aquellos que la Condesa insistía en tener frescos, desafiando a un otoño que ya mordía la piel de los más débiles.

Victoire. Un nombre que sonaba a triunfo y una mujer que lo encarnaba. Divorciada de Charles D’Urs, el industrial del hierro cuyo nombre había sido estampado en su riqueza, no en su alma.

Su belleza legendaria era un escándalo bien vestido: la cabellera de un negro satinado, cortada à la garçonne, enmarcaba un rostro de facciones cinceladas, labios de carmín Guerlain, y unos seductores ojos verdes, hondos y brillantes como los de una gata de angora, que parecían albergar la historia de todas las pasiones prohibidas de la ciudad.

Siempre vestida con la inmaculada elegancia de las últimas propuestas de su amiga Mademoiselle Chanel, siempre adornada con hilos de perlas que reflejaban la luz con una pátina de hielo.

La vida de Victoire era un torbellino de bohemia exquisita. Sus salones, un faro para los poetas malditos, los pintores de vanguardia como Dalí, Picasso y los flâneurs de la noche parisina. Todos, hombres jóvenes, deslumbrantes por su talento o su linaje, que acudían al llamado silente de sus ojos, a la promesa de un lujo que no solo era material, sino vital. Eran los nuevos Adonis de una época hambrienta de placer, excesos, y la joven Condesa, su sacerdotisa.

Sin embargo, a pesar del brillo, boato y oropel, esa noche, la atmósfera se había quebrado irremediablemente..

2. El Horror en Papel Satinado

Eran las diez de la mañana, el sol otoñal deslumbraba sobre calles y plazas, pero el boudoir de Victoire permanecía en una penumbra dorada, porque la luz de la mañana era filtrada por pesadas cortinas de damasco. La Condesa yacía perezosa, entre sábanas de seda de Lyon, su grácil figura de ninfa, envuelta en una elegante bata de crêpe de chine con dibujos plateados. En sus manos, Le Figaro temblaba levemente.

«El Aterrador Asesinato del Joven Vizconde de La Marque: El Corazón, el Trofeo Ausente. Cuarta Víctima en Seis Semanas.»

El escandaloso titular era una cuchillada dirigida directamente a su corazón. El vizconde de La Marque. Su última aventura, un muchacho con alma de poeta y manos de escultor. Una semana antes, había compartido el mismo lecho que ahora la sostenía, recorriendo cada espacio de su cuerpo hasta llenarla de placer. Las víctimas, según mencionan; Todos hombres jóvenes. Todos conocidos. Todos… sus amantes.

Un escalofrío helado, que no provenía de la temperatura de la habitación, recorrió su columna vertebral, haciéndola estremecer. Sus costosas perlas se sintieron frías como cuentas de hielo que le apretaban el cuello, dificultando la normal respiración.

Según declaran los investigadores encargados del caso, el modus operandi era de una simetría espantosa: el pecho abierto con una precisión quirúrgica, y el corazón, el centro palpitante de la vida, extirpado sin rastro, dejándose en su lugar, una rosa roja.

Los cadáveres, fueron depositados con una pulcritud macabra en los escenarios más emblemáticos de París: el jardín de las Tullerías, le Louvre, bajo el Pont Neuf, en la base del Arc de Triomphe. Lugares de luz y gloria, mancillados por una oscuridad primordial.

«Una terrible coincidencia», intentó decirse. Pero en la garganta, la palabra se convertía en un mudo nudo de terror.

Una sombra, una duda nauseabunda, se instalaba en el centro de su alma elegante. ¿Será ella el origen, el epicentro inconsciente de esa orgía de sangre?

3. La Niña y el Aliento del Odio

A dos pasillos de distancia, en la habitación de su pequeña Catherine, la luz se presentaba brillante, casi estridente, en la amplia recámara decorada con la fantasía meliflua propia de la infancia. Catherine, de ocho años, era una niña de una belleza extraña, casi espectral, con un halo de rizos dorados que contrastaba con sus enormes ojos, dos pozos de un verde insólitamente profundo, el mismo tono seductor de su madre, pero infectados de una madurez cruel, de un odio que no le correspondía a su edad.

Sentada sobre una alfombra de Aubusson, jugaba con una colección de muñecas de porcelana, las mismas que Madame Rose, su severa niñera inglesa, a través de los últimos años le había traído de Londres, cada vez que la empleada se tomaba un respiro para ir a ver a su familia y re encontrarse con sus oscuros orígenes.

No obstante su aspecto dulce, con una con una seriedad ritual, Catherine las decapitaba, una a una, con unas pequeñas tijeras de plata, donde sus dedos diminutos empapados en sudor, actuaban con una violencia infantil e incomprensible.

Madame Rose, es la antítesis de la Condesa. Vieja, alta y huesuda, con la tez de pergamino y la mirada gélida. Su imagen recuerda a las viejas brujas y a las hechiceras de los cuentos de hadas. Al ojo crítico de los que, de una manera u otra, pueden alternar con ella, es una figura austera, demasiado sombría para el gusto de la mayoría de las amistades que visitan la Casa D’Urs, que transita por el apartamento de manera silenciosa, se diría imperceptible, con el silencio de un espectro y la eficiencia de un reloj de torre.

Ahora, alejada de la señora de la casa, peinaba con esmero los cabellos de la niña, y con cada cepillada, deja escapar un murmullo seco.

«Ten paciencia, querida. Ten paciencia.» La voz de Rose era un bisbiseo árido, casi eclesiástico. «Tu padre regresará. La vida es un ciclo, y toda deuda ha de ser pagada, no lo olvides. Cada pieza debe ser colocada en su lugar antes del gran retorno.»

La niñera esbozó una sonrisa maligna que no llegó a los ojos de su protegida. Una mueca demencial, seca y desprovista de toda humanidad, que se posó sobre su rostro como una terrible máscara agrietada.

Catherine, ajena al macabro consejo y con la cabeza de su última muñeca en la mano, asintió con una lentitud que helaba la sangre. En sus pueriles ojos verdes, el odio no solo brillaba: latía.

4. El Silencio de la Comisaría y la Invasión

Las semanas se arrastraron con la pesadez de una mortaja, y entre tanto, un quinto asesinato, extrémese a la opinión pública, y mucho más a la condesa divorciada. Louis Bonavile, un joven músico, que recientemente estuvo entre sus brazos. La policía, dirigida por el Inspector Moreau, estaba sumida en una ciénaga de confusión. La prensa, ávida, había bautizado al asesino como «El Coleccionista de Corazones».

Moreau, un hombre de la vieja escuela, con la astucia de un zorro y la paciencia de un cazador, había pasado noches en vela. La Condesa d’Urs era el único punto de convergencia, el único hilo real, pero era demasiado obvio, demasiado elegante para ser verdad. ¿Una asesina? La idea sonaba ridícula. Sin embargo, los celos de un ex marido, una sirvienta despechada… algo olía a azufre en ese apartamento de la Avenue Foch.

Una mañana gris, sin más pistas que el horror de los cadáveres, Moreau obtuvo la orden.

El silencio en el suntuoso apartamento era profundo, solo roto por el crujido de los zapatos de los detectives en el parqué de ébano pulido. Registraron el salón, el tocador, la biblioteca, el dormitorio de la Condesa.

Lujo, elegancia, desorden bohemio… pero ningún rastro de sangre, ninguna herramienta, nada.

Frustrado y confundido, a punto de dar por terminado el cateo, el Inspector se detuvo frente al pasillo de las habitaciones de invitados. Solo quedaba la habitación de la niña, -piensa intuitivamente-. Era el lugar menos probable, el santuario de la inocencia, pero la intuición, esa vieja bruja de la policía, le susurraba en la nuca.

Al ingresar, la atmósfera cambió. El aire se sintió pesado, como si la felicidad de cuento de hadas de la habitación infantil hubiera sido corrompida.

Catherine y Rose no se encontraban presentes, según la dueña de casa, habían salido a dar una vuelta por el parque, pocos minutos antes de llegar la ley. Los muebles eran de un blanco inmaculado. Moreau se acercó al armario empotrado. Al mover una pequeña cómoda que lo flanqueaba, su dedo rozó un punto en el papel de pared que no cedió.

«Traigan la palanca.»

Al abrir el panel, no había otro armario, sino un hueco estrecho que conducía a una cámara oculta, desconocida para la condesa. Una habitación pequeña, forrada completamente en terciopelo carmesí. La luz, tenue y rojiza, revelaba un lugar de rituales y escena de pesadillas.

En el centro, un altar primoroso hecho de madera oscura. Sobre él, símbolos grabados que el Inspector no reconoció, pero que olían a paganismo antiguo, a brujería. Y lo más aterrador: una hilera perfecta de once frascos de cristal de Baccarat, sellados con cera negra, cada uno más grande que el anterior.

Dentro de ellos, conservados en una solución desconocida, flotaban once objetos.

Once corazones humanos, de un rojo oscuro, como frutos prohibidos, despojados de cualquier humanidad, convertidos en meros trofeos.

Pero la dantesca visión no terminaba allí. Había un duodécimo frasco. Vacío. Colocado al frente y en el centro, y justo detrás de él, una fotografía con recargado marco de plata.

El retrato de Charles D’Urs, el ex marido de la condesa, con una inscripción clara en la base: El Duodécimo y Último Latido.

5. El Último Acto de la Devoción

A pesar de sus años de servicio y haber presenciado los crímenes más terribles, el inspector Moreau sintió una náusea helada que casi le hace devolver el estómago.

El odio de la niña, que se comenta a sotto voce entre los elegantes de la ciudad. La frialdad de la niñera. La Condesa, una víctima hermosa, un simple cebo en una trampa diseñada por la venganza y el rito.

Rose, la sierva fiel, la tutora de un odio infantil, la ejecutora de un plan demencial para vengar la humillación del padre y asegurar su retorno.

«¡Rodeen el edificio! ¡Búsquenlas, rápido! ¡Debe estar cerca!» pero los agentes no logran encontrar a las desaparecidas.

Como último intento subieron a la azotea, donde el aire era cortante y la vista de París, imponente. El Inspector las vio inmediatamente. Abrazadas en el borde, con el viento jugando con los dorados rizos de Catherine y la falda negra de Rose.

La niñera giró la cabeza con gesto seguro y altanero. Sus ojos, normalmente secos, estaban ahora llenos de una desesperación acuosa, un dolor tan puro como el del amor más devoto.

«Querida,» le dijo a la niña, su voz era un eco débil. «Te he fallado. Nos han descubierto. Ya no podrá ser el regreso. Perdóname, mi amor.»

La niña, con una calma espeluznante, solo se aferró más al cuello huesudo de la mujer.

Sobrevino un eterno segundo de silencio. El tiempo se detuvo sobre París. Rose la estrechó con una fuerza final, un gesto de amor oscuro e incondicional, y dio un paso firme hacia adelante, al sentir que su niña adorada con una fuerza sobre humana, arqueaba su cuerpo hacia el infinito.

El impacto fue un sonido brutal que se extendió por la Avenue Foch. Abajo, en el pavimento de la Ciudad Luz, la niña y la niñera yacían unidas para la eternidad. La condesa gritaba enajenada viendo el infausto final de su única heredera y sin poder evitar los sentimientos de culpa por dejarla a su suerte en manos de la sirvienta, mientras ella hacía el intento de evadir su despecho, en los brazos de amantes furtivos, que a la final de la noche de pasión, solo le producían, asco, rabia, frustración y vergüenza.

La pavorosa venganza de una hija abandonada, la devoción demencial de una sirvienta ganada por las artes oscuras y el terror del corazón humano se habían estrellado contra la fría realidad, dejando a la Condesa Victoire d’Urs, bella, rica y sola, en un laberinto de cristal y silencio, sin saber nunca que ella era solo una pieza en el juego de corazones de su propia hija.



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