sábado, 2 de noviembre de 2019

CUENTO DE HALLOWEEN: (III) Redención… El Día de los Muertos.


CUENTO DE HALLOWEEN.

Por. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
Foto. Finis gloriae mundi de Valdes Leal. Sevilla


(III) 

Redención… El Día de los Muertos. 

Padre Brown está consiente que el camino de regreso a sus hogares está plagado de peligros y vicisitudes. 

Sin mencionar las agoreras sospechas que le embarga, cavila internamente que la santa cruzada no ha terminado, que nuevas ofensivas les espera. 

El maligno nunca se da por vencido tan fácilmente, y menos cuando sus pérdidas han sido numerosas. 

Tratando de mantenerse estoico, marcha al frente de su socavado ejército, midiendo los pasos, buscando la manera que nadie pueda percatarse de su herido corazón, del que mana un sutil hilo de sangre, milagrosamente retenido por la gruesa guarda camisa de lana que porta bajo la sotana. 

Con cada paso dado, el venerable, siente un dolor punzante que parece robarle el alma, pero este no es momento de flaquezas, y tratando de darse valor piensa 

-“Más fuerte sería el dolor producido por las siete espadas atravesando el sublime corazón de la Mater Dolorosa”, y con este pensamiento prosigue como si nada ocurriera. 

Para todos, el Día de los Santos ratifica una amarga victoria. Una fecha que permanecerá indeleble en sus recuerdos, perpetuada, no solo debido a la cruenta batalla apenas concluida y los cientos de caídos, sino, por ser los custodios de los mortales despojos de los mártires inocentes, que portan sobre sus hombros, para darles digna sepultura. 

De la retaguardia del luctuoso cortejo comienza a sentirse un rumor inteligible que suavemente va tomando forma, hasta distinguirse el continuo recitar del Ave María. 

Padre Brown cierra los ojos y repite la plegaria, pidiendo por los suyos, demandando protección para los viandantes, aún a costa de su propia vida, la cual siente próxima a expirar. 

Atravesando los claros del bosque, una brisa inesperada sobresalta al sacerdote. 

Las copas de los altos árboles milenarios bambolean de un lado al otro, inicialmente, como bailando una danza desconocida. A continuación, frenéticas, dando la impresión de querer desenterrar sus raíces para correr y atacarlos. 

Sin esperarlo, el mistral que viene del noroeste se cierne sobre ellos, sin piedad, constriñéndoles a bajar su preciada carga, y cubrirla con sus capas, queriendo protegerla. 

La que parecía una jornada apacible se transforma en torbellino. 

En el cielo, hasta entonces despejado, espesos nubarrones se agrupan apretados, ensombreciendo la jornada, y de ellos se desprende un diluvio de lacerantes esferas de granizo que les golpea inmisericorde, originando dolorosas contusiones. 

Padre Brown cae de rodillas, empuñando el crucifijo, y gritando al cielo, ordena que el asalto se detenga. 

Ante la atónita mirada de sus seguidores los elementos perecen obedecer. Las nubes se repliegan, y el astro rey reaparece, resplandeciendo como en una cálida tarde de verano. 

Pero cuando la muchedumbre cree que todo ha concluido e intentan reagruparse y proseguir, comienzan a sentirse los feroces aullidos de una manada de lobos, que materializada de la nada, les impide retomar el camino. 

El sacerdote, que continúa postrado, sosteniendo su Santo Báculo, les mira desafiante, y estos, obedeciendo una orden silenciosa se lanzan al ataque. 

Gruesos colmillos desgarran los brazos del beato que lucha por alejarlos, mientras sus parroquianos repelen la embestida con lo que tienen en la mano. 

Es una lucha desigual, hombre contra bestia, luz contra obscuridad, pero las fuerzas del mal nunca pueden vencer cuando se porta la señal de la cruz, y ante la breve aparición del cancerbero, las bestias se desmaterializan, tal como habían aparecido. 

Mal herido, con la sotana hecha girones, cubierto de heridas de las que mana sangra como un río indetenible, Padre Brown se pone en pie, ayudado por algunos muchachos, y con voz estentórea, ordena proseguir. 

Observando al despojo humano que les guía, la muchedumbre llora silenciosa, y al poco rato, incrédulos, ven aparecer ante sus ojos la puerta imperial y las murallas de su ciudad. 

La tarde comienza a declinar cuando depositan los cadáveres sobre los fríos escalones de las ruinas de la Madona. 

Un reducido grupo de mujeres sale de sus casas portando inmaculadas sábanas blancas para cubrirlos, y piadosamente llevarlos a preparar para las exequias. 

Incrédulo, Padre Brown mira los restos calcinados de su templo, y sin poder evitarlo, estalla en lágrimas, pero reconfortado por una invisible presencia, toma aliento, bendice a la muchedumbre, y les exhorta a regresar a sus casas, para descansar y prepararse para los ritos de la mañana. 

Exhausto, casi al borde de la muerte, Padre Brown entra en la Basílica en ruinas, y casi a rastras, se dirige al altar. 

Con estupor, observa el Sagrario reluciente, iluminado por un candil que sostiene una figura alada. 

Creyendo delirar cierra los ojos pidiendo al cielo que le de fuerzas, que las alucinaciones desaparezcan, pero al abrirlos, se encuentra frente a un ángel sonreído que le ofrece el cáliz y la Divina Forma. 

Alimentado por el maná de cielo, el santo varón cae rendido y se entrega al sueño profundo, custodiado por guardianes invisibles que tiene como misión protegerle del mal. 

Con los primeros rayos del alba el anciano sacerdote despierta de su ensueño. 

Las campanas doblan desde el alto campanario que milagrosamente permanece intacto. 

En las casas, los moradores se visten de luto, y portando flores se dirigen a la plaza, para depositarlas sobre los cadáveres amortajados. 

Padre Brown les espera bajo el dintel de la Basílica. El Día de los Muertos ha llegado y con él la hora de honrar a los caídos. 

La ciudad maldita, nunca antes había presenciado una misa de Réquiem como la de aquella mañana. 

Padre Brown logró tocar los corazones, y de los ojos de sus fieles surgían irrefrenables manantiales de lágrimas que lavaban la sangre y los pecados de la urbe, y hasta el mismo cielo parecía llorar, derramado un suave rocío que limpiaba los rostros compungidos. 

Antes de elevar la Hostia, entre los vestigios del frontis, una sombra oscura se retuerce y grita-. “Insensatos! No crean que han vencido. Yo siempre estaré al acecho!” pero pronto desaparece en medio de un remolino. 

Padre Brown se estremece y pierde el equilibro. Su tez se vuelve pálida y la piel se enfría. 

Dos de sus acólitos le sostienen y ayudan a permanecer de pie. 

La congregación se agita temerosa pero el religioso les conforta 

-No teman mis queridos-. Pide con ternura y prosigue sus palabras con voz casi inaudible –Este día, en el que recordamos a nuestros muertos, y honramos a nuestros dos mártires, es también un día de liberación. Hoy comienza una nueva historia en nuestro santo suelo, y a partir de este momento, la ciudad maldita deja de serlo y se llamará… Redención, porque eso es lo que hemos logrado” 

Y bendiciendo a sus fieles, su maltrecho cuerpo se desploma. 

Ante la fascinación de los asistentes, el cielo se abre, permitiendo el paso de un haz de luz brillante que lo envuelve, y tocado por la luz divina, el buen hombre sonríe, y expira. 



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