CUENTO DE HALLOWEEN.
Por. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
Foto. Pieter Bruegel the Elder - The Fall of the Rebel Angels 1562
(II)
La Hora del Diablo y el Día de los Santos.
En los bosques que rodean a la ciudad maldita, los animales permanecen expectantes sabiendo que algo inusual ocurre.
Los frondosos árboles que aún no han perdido sus hojas por el otoño crean una especie de domo vegetal que imposibilita la visión del cielo, haciendo que la obscuridad sea más cerrada, casi como el interior de un hipogeo con olor a podredumbre, debido a la humedad que enrancia las hojas caídas, los líquenes y el moho adherido a piedras y cortezas.
El croar de las ranas ha cesado desde hace mucho y el constante zumbido de las abejas en eterna viaje para libar el néctar de las flores no se hace sentir. Tampoco los pasos furtivos de los ciervos o el graznido de las aves migratorias que parece han dejado de recorrer el prohibido espacio.
Los pequeños insectos y animales rastreros permanecen en sus guaridas, incluso las aves de carroña. Solos los lobos en manada aúllan estruendosos a la luna reclamando su atención.
A esa hora ningún ser pensante osaría franquear sus caminos. Ni siquiera el más valiente leñador o aquellos que han perdido la razón, porque instintivamente todos huyen del lugar y evitan mencionarlo en la noche del aquelarre.
Los troncos centenarios se doblan mecidos por ráfagas de viento que parece intentar quebrarlos mientras silva una canción inteligible que petrificaría corazones.
Más allá de sus confines, en la ciudad atormentada, algunas casa se iluminan y sus moradores corren agitados, pero con un apresuramiento diferente al que experimentaría cualquier ser humano..
Son las casas de los ayudantes de las brujas, seguidores enceguecidos, dispuestos a todo para complacer a los amos de la noche, que presurosos preparan su marcha hacia el bosque para llegar antes de la hora señalada.
Nadie imaginaría que muchos de ellos son simples personajes; humildes trabajadores, modestas doncellas, venerables ancianas, intachables caballeros y seres anodinos que a diario se mezclan entre la auténtica gente de bien, sin llamar la atención, evitando a toda costa hacerse notar.
Lacayos sin alma ni conciencia que después de la primera ofensiva a la Iglesia, salen furtivamente de sus casas, cubiertos por pesadas capas negras que les permite mimetizarse con la obscuridad, y en silencio se reúnen en el abandonado cementerio del santuario, para viajar en grupo hacia el centro de la floresta, invocando ancestrales conjuros mágicos para avivar a los lémures aún dormidos.
El cielo tormentoso se ha despejado. Sobre el cenit, una luna llena esplendorosa parece derramar destellos de plata que van guiando los pasos de los convocados.
Bajo sus pies se pueden sentir los movimientos rastreros de las víboras, el andar sigiloso de las arañas y otras alimañas que les cortejan a manera de procesión, como en los cuentos infantiles, dicen, un flautista guió a las ratas fuera de una ciudad invadida.
Traspasando la gran puerta imperial, silencioso sobreviviente de las vetustas murallas medievales, el infausto séquito enciende las antorchas que llevan entre sus manos invocando a una antigua deidad del fuego.
La briza que ha amainado juega con las flamas haciéndoles danzar en la penumbra, acercándolas peligrosamente a los rostros de los alucinados que ni siquiera sienten el calor y prosiguen su camino con la mirada fija en un punto imaginario.
En el cielo, sombras disformes recorren el espacio, desvaneciéndose lentamente cuando de ellas van surgiendo las aves más terribles, espantosos murciélagos y otros animales fantásticos, seguidos por grandes sombras que van mutando en formas humanas. Desnudas, grotescas, indescriptibles, que viajan a través del cielo en medio de espeluznantes carcajadas.
Son las brujas y los brujos que acuden a su aquelarre- Pero estos no están solos!
Oh visión horripilante!
Descomunales alas tenebrosas que se baten sin descanso dejan distinguir ángeles caídos de belleza extraordinaria pero con mirada inyectada de maldad y formas esqueléticas de los que han muerto sin el consuelo del perdón.
A la hora señalada, el cortejo de ayudantes alcanza un claro del bosque en el que se sitúa una ciclópea piedra circular.
Presurosos se despojan de las capas, permitiendo que caigan sobre tierra pisada pudiéndose distinguir sus impúdicos cuerpos desnudos.
Con diligencia encienden el círculo de antorchas que rodea el espacio y dentro de grandes calderos comienzan a quemar ramas y yerbas desconocidas que casi de inmediato provocan una especie de bruma olorosa que invade el lugar y que va robándoles el sentido y sacando afuera los instintos más salvajes.
Entre el follaje comienza a escucharse una música desenfrenada que va subiendo de tono, mientras grotescos enanos ofrecen brillantes copas colmadas de vino mezclado con sangre humana.
Las brujas y brujos, junto a todas sus bestias descienden de las alturas y se unen al festejo estrechando sus cuerpos contra los de los pobladores que al mínimo contacto gritan de placer.
Una caterva de cuerpos se entremezcla y copula entre las ramas, sin importar el género, la edad o la especie. Gritos, gemidos y suspiros brotan de las gargantas enloquecidas, olorosas a licor y especias. La orgía de sexo y sangre había iniciado.
Mientras tanto en la iglesia, Padre Brown prepara su pequeño ejército para la batalla y clama al cielo por ayuda.
En medio de un arrebato místico se dirige hacia el Sagrario del que toma un cáliz de oro y bendiciéndolo ofrece la Sagrada Forma y la Sangre del Cordero a los que esa noche defenderán la Fe.
El temor ha dado paso a una irrefrenable sensación de valor que les permite abandonar la seguridad del templo para atravesar la ciudad hacia el campo de batalla.
En su marcha se van uniendo muchos otros que a pesar del temor salen de sus casas con el firme propósito de vencer o morir, para acabar la maldición que les consume.
Al alcanzar la puerta imperial ya son miles. Un regimiento de luz guiado por la cruz que empuña Padre Brown, que al traspasar los confines de la muralla es repelido violentamente por fuerzas invisibles tratando de impedirles el paso, pero a pesar de la aprensión de muchos logran alcanzar el bosque en el que se internan entonando cánticos y oraciones.
En el claro de la foresta el desenfreno ha terminado. Cuerpos inmóviles yacen cubiertos de sangre, con los miembros desgarrados y los ojos desorbitados al darse cuenta que se les iba el aliento y perdían el alma.
Sobre la piedra del sacrificio un bebé y una doncella, obnubilados por desconocidos brebajes yacen desnudos ignorantes de su destino.
Las brujas y los brujos han formado un estrecho círculo que rodea el ara improvisada y de entre las sombras surge la gran sacerdotisa con una copa y una daga presta a sacrificar a los inocentes cuya sangre derramada abrirá las puertas del inframundo para permitir la entrada del macho cabrío que llega a reclamar su ofrenda.
Un reluciente reloj de arena va marcando los minutos. El cielo se cubre de nubes ocultando la luna y los centelleos de lejanos rayos titilan sin tregua anunciando lo inevitable.
La concurrencia inicia a recitar un mantra ensordecedor y la sacerdotisa, alzando la daga grita; son las 3!, la Hora del Diablo ha llegado, al tiempo que hunde el instrumento en el corazón de la muchacha y luego en el pequeño, de los que brotan ríos de sangre espesa que van cubriendo la piedra del sacrificio y es recogida en la copa ceremonial que de inmediato es pasada de mano en mano para ser libada.
Tras catar la última gota, un imprevisto movimiento de tierra sacude el lugar haciendo caer muchas de las antorchas que se apagan al instante.
En la foresta Padre Brown sabe que las puertas del inframundo han sido abiertas y apura el paso de sus guerreros, al tiempo que vislumbra a lo lejos como arde la Madonna de las Nieves, golpeada por formidables esferas de fuego que frenéticamente se precipitan desde el cielo.
Sobre la piedra del sacrificio ahora yace la sacerdotisa, que abriendo las piernas de la manera más grotesca ofrece su cuerpo al macho cabrío que sobre ella se posa antes los vítores y aplausos de todos los espectros que le rodean.
Los guerreros de la luz alcanzan el claro luchando con los primeros enemigos que les impiden el paso.
La contienda es desigual y sin tregua. Un combate a muerte en el que muchos caen defendiendo su Fe.
La cabra y sus acólita detienen su rito de apareo permaneciendo arrodillados en medio del altar primitivo donde son vistos por Padre Brown que ha logrado penetrar hasta el centro del claro gritando un exorcismo poderoso, haciendo estremecer a la bruja que baja la cabeza.
En el cielo resuenan trompetas y de la nada van descendiendo ejércitos celestes que se abalanzan sobre monstruos y espectros, mientras el ejército del buen padre, aunque diezmado, lucha con los de su misma especie, quienes viéndose perdidos huyen abandonando cobardemente la batalla.
El macho cabrío brama de rabia y se yergue sobre sus patas, levantando bruscamente a la bruja que ha tomado de los cabellos.
En nombre del todo Poderoso! Padre Brown lo conmina a rendirse, pero todo es inútil, y como guiado por una mano angelical lanza la cruz sobre la bestia que termina clavada en el corazón de la bruja que cae de bruces, mientras el maligno desaparece entre bufidos y junto con el, los sobrevivientes de su ejército.
Con los primeros rayos del alba, ante los despojos mortales de los inocentes sacrificados, Padre Brown cae de rodillas, con los ojos anegados de lágrimas, y mira al cielo desde el que se escuchan de nuevo las trompetas, logrando ver como los ángeles regresan a su fuente.
-El Día de los Santos ha iniciado- les escuchan decir sus seguidores que comienzan a llegar rodeándolo con su afecto.
Y ordenando levantar los cuerpos de la doncella y el pequeño, que portan en hombros como héroes, emprenden el regreso a casa.
Continuará…
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