CUENTO:
Por. Pietro Bazzoli
Ilustración: Daniele Enoletto
Njchlas tenía una sensación de estar en medio de un sueño: el jardín a través del cual caminaba estaba a cientos de millas de distancia de Florencia.
Sin embargo, todo parecía tan real.
La hierba, que no estaba cortada desde hace algún tiempo, le hizo cosquillas en los pies descalzos. La brisa del este trajo consigo la promesa de una serenidad que no podía encontrar en el fondo del corazón. La granja que se encontraba en el extremo del jardín era la misma de su infancia. No podía entender su significado.
El viento le acariciaba la cara alborotándole el cabello.
Todavía, cuando se pasó una mano a través de ellos, le parecieron extremadamente suaves y sin nudos.
Se miró las manos, eran minúsculas, menudas como las de un niño. Bajó la mirada y notó que los pies también eran varios números más pequeños.
Las piernas que lo apoyan parecían inestables, sueltas, torcidas.
Se palpó el rostro y los dedos tocaron dos mejillas regordetas, frescas como un melocotón verde.
De golpe siente que el corazón comienza a latir más fuerte.
Aquel niño no podía ser él.
Dentro de él se encerraba el conocimiento de todas las facetas de su pasado, de cada cicatriz, de cada deseo.
Recordó la sensación de sal que le había quemado los ojos y rascado la piel cuando estaba en el mar camino a Italia.
Recordó las mujeres que había amado y por las cuales había sufrido y las amantes que había poseído en su habitación en Florencia esperando obtener un poco de inspiración para el siguiente azote de pincel.
Recordó incluso los mordiscos cargados de lujuria de las muchachas de la calle.
Su primera noche en la ciudad toma forma en su mente como si acabara de suceder: los piojos, el moho, el sabor del alcohol y el pan duro y por encima de todos los horrores que le habían obligado a huir, la sangre caliente que le goteaba de las manos.
Aquel niño no podía ser él.
“Por fuerza debe ser un sueño” dice
Miró de nuevo aquellas pequeñas manitas espeluznantes, como las de una marioneta, y las esconde en el bolsillo para no verlas más.
El viento se había levantado y pronto comenzó a temblar.
Las matas de hierba, ordenadas de antemano, eran sacudidas por por los vientos que amenazaban arrasar con todo, incluso los recuerdos.
“Esos son indelebles, imposibles de abandonar esperando que el viento haga el resto” se dice.
Se volteó para ver si detrás de él las nubes también anunciaban la tormenta. El cielo se había echo color vino y púrpura. En la lejanía, el verde de una colina brillaba en contraste con aquel paisaje apocalíptico.
Al superar la altura, envuelta en un manto negro, ve una gigantesca figura con la cabeza cubierta por la capucha.
Entre las manos tenía una enorme guadaña, con la cuál metía los hilos de hierva.
Con cada ráfaga, de la tierra se levantaba un grito de dolor, similar a la de los penitentes a punto de morir.
El viento, cargado de gritos desesperados descendía a toda velocidad para golpearlo en su totalidad.
“Es el llanto de las ánimas”.
Espesó a correr, pero por más que lo intentaba la granja no parecía acercarse. De hecho le parecía que el campo se alargaba, haciéndole imposible encontrar refugio.
Njchlas se detuvo jadeante, bañado de sudor ahora helado por las continuas ráfagas.
Levantó la mirada. Ahora la granja estaba a cientos de metros de distancia.
Todo era tan real que Njchlas se pregunta cuál era la delgada línea que divide un sueño de la realidad, de qué sustancia estaban hechas las imágenes que se alternaban en su mente.
Aquella macabra visión le daba miedo, las orejas no dejaban de zumbar a causa de los lamentos. Temía que pronto la Muerte le alcanzara.
Su guadaña sedienta de sangre y de pecados descendería despiadada sobre él y le habría desgarrado.
Ya sentía un sabor metálico en la boca.
Comienza a correr, esperando encontrar refugio dentro de la granja, única cosa conocida en aquella pesadilla sin fin
“Solo es un sueño. Solo es un sueño”. Solo es un sueño!, continua repitiendo como un mantra.
El corazón latía aceleradamente. Tenia corto el aliento. Las piernas de niño, ahora agotadas, estaban por ceder. La sangre palpitaba sin cesar en las venas del cerebro.
Estaba cansado y, por un momento, cree no poderlo hacer.
De lejos veía que sobre el muro externo de la estructura trepaban las ramas secas, estériles e incapaces de hacer una floración de la flor.
Cuanto más se acercaba corriendo esto parecía revitalizarlo más.
Los tonos marrones pálidos comenzaron a ponerse de color verde, invitantes. Los brotes marchitos comenzaron a teñirse de rojo vivo.
Cuando finalmente alcanza la granja, se encuentra frente a un rosal esplendoroso.
Se pregunta cómo ha sido posible aquella metamorfosis contra natura.
Aprovechándose de su pequeña estatura se aplastó detrás de un arbusto, sin hacer caso de las espinas que le raspaban la piel.
No obstante el aparente esplendor de aquellas flores apenas surgidas del más allá, su perfume era nauceabundo, podrido.
Aquel olor le recordaba algo.
Ensimismado por el miedo y por el esfuerzo, continuaba volteándose de derecha a izquierda, en busca de una vía de escape de aquel mundo onírico.
A su espalda sintió un rugido tenebroso y se volteó de golpe.
Desde detrás de un arbusto apenas floreció había emergido la figura de un lobo gigantesco.
El pelo, del mismo tono del manto de la Muerte, era lanudo y apenas mal cubría los huesos del animal.
Era una bestia delgada, excavada de aquello que parecía años de ayuno forzado.
Tenía los ojos claros e inyectados de sangre, La nariz dilatada para lograr tragar el dulce aroma que anuncia la tan esperada comida.
Desenvainó los dientes que brillaban como perlas en el fondo de la garganta del animal, en apariencia sin fin.
Aquellos ojos.
Aquellos dientes blancos.
Aquella hambre insaciable.
Todo en ese lobo le recordaba algo, pero no tenía tiempo para pensar.
La fiera se lanzó sobre él, relegándolo de nuevo al abismo.
***********
La cabeza palpitaba tanto que el muchacho pensó que iba a estallar.
Pensó en el mito griego de Atenea, nacida de la cabeza dividida de su padre Zeus.
Si bien estaba seguro de haber abierto los ojos, era como ciego.
Una oscuridad húmeda invadía la habitación, sin un atisbo de luz que le hiciera entender donde se encontraba.
Fue presa del pánico, ignorando el dolor, trató de pensar en últimas horas pasadas en vigilia.
Estaba con Alessandro para beber, de eso estaba seguro,
A continuación el abismo, aquella pesadilla misteriosa cuyo significado no entendía.
Fruncir la frente para volver a sus últimas horas para volver a sus últimas horas le provocó un espasmo involuntario.
También las tripas habían comenzado a retorcerse por su cuenta.
Se vio obligado a tomar respiraciones profundas para no sucumbir a la náusea.
Buscó intentar una posible vía de salida. Sin lograr tenerse bien en pie, golpeando contra las paredes de esa pequeña habitación un poco más grande que un nicho , tomó lo que parecía ser una manilla.
No veía la hora de salir, aunque solo fuera para alejarse de aquel hedor de encierro.
Abre la puerta y saca un pié.
Una luz enceguesedora le golpeó el rostro y sus ojos se cerraron de inmediato.
Empleó algunos segundos para habituarse a los rayos que se estallaban sobre las cándidas paredes de la sala. Al rededor de él, cientos de obras de arte.
<<Un museo>>
-Alessandro me ha traído a los Uffizi y me ha escondido en un armario esperando que me repusiera-. Comprende.
Girando la cabeza, ignorando el grosor de los templos, sus ojos se posaron en las pocas personas que caminan en la habitación.
Fue entonces cuando Njchlas la ve.
Pietro Bazzoli
Escritor - periodista italiano
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