jueves, 31 de octubre de 2019

CUENTO DE HALLOWEEN: (I) Sabbath... La Noche de las Brujas por Claudio E. Pompilio Q


CUENTO DE HALLOWEEN.

Por. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
Foto. Brujas yendo al Sabbath de Luis Ricardo Falero 1878


Como todos los años, ya tradición en La Vie Charmant, durante la noche de brujas publicamos uno de mis cuentos escrito especialmente para la ocasión. 

Ésta noche, cercana la media noche, no es la excepción, así que, con el mayor placer les presento el primer cuento de una trilogía: (I) Sabbath... La Noche de las Brujas. (II) La Hora del Diablo y el Día de los Santos. (III) El Día de los Muertos.

Espero que les guste.

CEPQ


(I) Sabbath... La Noche de las Brujas


Un espeso manto de sombras caía sobre la ciudad dormida.

En la bóveda celeste ninguna estrella o la infiel luna que pudiera proyectar un poco de luz sobre las desvalidas casas que a esa lóbrega hora semejan obscuros mausoleos, custodios de los pútridos despojos de sus habitantes.

Gélidas ráfagas de viento recorren las calles solitarias arrastrando alocadas hojas secas de cromáticos pigmentos mientras las mortecinas flamas de las farolas luchas por no extinguirse. 

En esa urbe olvidada pocos son los valientes que permanecen en vela. Solo aquellos piadosos que oran presintiendo la llegada del mal o los que se preparan para abandonarse sin freno ni medida a los placeres de la carne, mientras la mayoría trema de miedo, rechinando los dientes, acurrucados bajo pesados mantos que ilusamente creen servirle de escudo protector.

Pero en cualquier modo, sin excepción, todos saben lo que pasa y pasará esta noche, temida por generaciones, sintiéndose impotentes de no poder hacer nada, al menos intentarlo, o contar con un portentoso salvador.

En tal trance, ni siquiera la Fe puede confortarlos y en esta fecha son muchos lo que incluso dudan de la existencia de Dios.

Del alto campanario de la Madonna de las Nieves hace rato que han sonado once sonoras campanadas, y las primeras gruesas gotas de una repentina tormenta comienzan a estrellarse sobre las ventanas cerradas y los techos desvencijados, dando la dolorosa sensación que es el mismo Dios quién llora en las alturas.

Paralizados por el terror son pocos los que se percatan que los gritos y lamentos desesperados provenientes de algunas casas ha cesado y solo el aullido de los perros callejeros se deja colar entre los resquisios de las viviendas de ventanas y puertas protegidas con el Santo Signo.

De improviso, iluminando inmóviles siluetas, centellean los primeros rayos y se dejan sentir truenos estentóneos que hacen recordar a todos, las ensordecedoras detonaciones de la última gran guerra, haciéndoles helar la sangre y secar la garganta.

Ante el altar de la iglesia milenaria, iluminado con cientos de níveos cirios cuyas llamas reverberan permitiendo que el oro de los altares perfumados reluzcan como nuevos, un pequeño grupo de parroquianos, beatas y el viejo cura, permanecen en hinojo, camándula en mano, ante el Señor Crucificado, repitiendo interminables Ave María, como un mantra ancestral que inunda el sagrado espacio. 

Todos son gente de Fe, pero aún así, dentro de ellos persiste el miedo, el deseo irrefrenable de llorar o simplemente desahogarse con un grito desesperado, pero tras cada Gloria del Padre Brown, los instintos se sosiegan y pueden continuar su obra pía. 

Entre tanto, en el exterior, la furia de la naturaleza arrecia. El viento se transforma en torbellino y las gotas de lluvia se convierten en granizo que furioso se precipita sobre los vidrios desprotegidos amenazándolos con romperlos. 

Inesperadamente las puertas de la iglesia violentamente se abren de par en par, permitiendo el paso franco a miles de hojas secas, agua y viento que en un instante apaga la mayor parte de las luces, sumergiendo al templo y sus ocupantes en una lóbrega penumbra. 

De golpe, rezos y letanías se detienen e indetenibles escalofríos recorren la espalda de los presentes mientras un nauseabundo olor a azufre les envuelve. 

Como arrojados por manos invisibles, los más pesados candelabros de oro, custodios del Sagrario, caen al suelo produciendo un metálico estruendo al estrellarse contra el pulido mármol rosado que en intrincados diseños geométricos recubre el suelo.

En medio del caos, algunas mujeres temblorosas pierden la calma y comienzan a llorar, mientras otras intentan calmarlas y darles aliento, al tiempo que Padre Brown, impulsado por una fuerza sobre natural, se levanta y extrae de uno de los bolsillos de su sotana, un antiguo crucifijo de plata y un aspersorio cargado con agua bendita que va esparciendo sobre todos mientras presuroso se dirige hacia la entrada repitiendo como en trance latinas oraciones y antiguos exorcismos, seguido por un par de jóvenes seminaristas que, con gran dificultad le ayudan a cerrar el pesado portón de madera tallada con primorosas escenas del Antiguo Testamento cuyas santas imágenes parecen bañadas por un fluido oscuro y denso que semeja sangre.

Poco antes de asegurar el imponente acceso , las campanas tocan media noche.

El ensordecedor sonido de miles de alas agitándose frenéticamente va penetrando los oídos de los presentes. Perturbadoras sombras, van y vienen, proyectándose en ventanas y vitrales, seguidas por escalofriantes risas e incontroladas carcajadas.

Lobos salvajes aúllan a la luna que por fin se deja ver rodeada por un anillo de plata en medio de espesas nubes.

Ante tales fenómenos todos caen de rodillas sintiendo como la puerta es golpeada por fuerzas desconocidas queriendo derribarla.

Con ojos desorbitados, anegados en lágrimas y mirando al crucifijo del que brota sangra sangre humana, padre Brown sentencia: La hora de las brujas ha llegado.

Continuará...



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