CUENTO:
Per. Pietro Bazzoli
Illustrazione: Daniele Enoletto
Traduzione. Dott. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
Al principio fue sólo una impresión. Nada en realidad, sólo el toque torcido de la fantasía en frente de los ojos. Un sueño incorpóreo que fluctúa en la mente sin límites. Entonces lo que estaba pasando delante de sus ojos se hizo más y más real: Njchlas estaba observando la transmutación del ángel. Se acercó a la mano suspendida en el aire y comenzó a notar las venas oscuras como el pinchazo de la extremidad de la criatura celestial. Las alas cándidas lentamente se estaban esfumando hacia el negro y la mórbida pluma estriada de azul que se había imaginado se separaron una a una. En su lugar despuntaron plumas oscuras, densas como la noche sin estrellas capaces de licuar el cielo. Sobre el cuerpo del ángel había comenzado a brotar cabello dañado y la sonrisa que irradiaba el misterio de la eternidad se estaba pandeando lentamente, transformándose en una sonrisa cruel. Finalmente los ojos, que él había dibujado cerrados en un sueño tan largo que solo un ángel estaba en capacidad de concebir, se abrieron fulminando al pintor con una mirada cargada de odio. De los tiempos etéreos del Paraíso fue sumergido de cabeza hacia las tierras carmesí del Averno, esparcido al suelo, maldiciendo a su creador por haberlo forzado a un destino tan cruel.
Observando cómo mudo espectador aquella caída hacia los infiernos, Njchlas se siente responsable de la suerte a la que involuntariamente forzó a su criatura de tinta.
Aquello que una vez había sido un ángel, lo miraba del otro lado de la tela y casi parecía salir para atraer a él a su creador, obligándolo a compartir con él aquel diabólico destino.
Njchlas se siente tirado de una fuerza insuperable hacia el dibujo, sin lograr oponer resistencia. El medallón estaba caliente como las llamas que se habían creado en el dibujo, pero Njchlas no se daba cuenta. La piel crujía bajo la camisa, al contacto con el metal incandescente, pero parecía que el muchacho no se daba cuenta.
<<Sí>> dice en voz alta.
Las penas del infierno son más soportables respecto a lo que me espera aquí, pensó.
<<Tómame. Tómame. TÓMAME AHORA>>, gritó.
La figura no responde, pero continuó mirándolo con hastío, esperando que estuviera lo bastante cerca para saltar fuera y cortarle la garganta, desangrándolo.
Faltaban pocos segundos.
***
Isabella estaba corriendo en la oscuridad a lo largo de la escalera de madera, sus pasos resonaban en los corredores. Se había tardado una eternidad en encontrar la casa del muchacho que innecesariamente había sido erigida al centro de un laberinto inexpugnable, aunque si nada parecía durar más de aquellas escaleras infinitas. No sabía por qué, pero tenía la impresión de iniciar una carrera contra el tiempo. Cuando Don Claudio le restituye una mirada de regreso, él no sabe que decir: el hombre parecía en espera de una pregunta, una cualquiera, pero su lengua no atisbaba a moverse. Se sentía boba, insignificante y solo deseaba que aquel hombre de aire bondadoso la apretara entre los brazos preguntándole si estaba perdida. Isabella sabía que no estaba perdida. No, ella estaba exactamente donde deseaba estar a un paso de tocar aquella curiosidad enferma y extrañamente tentadora a la que no sabía dar nombre.
Parecía ser una niña racional. El amor por el arte era la única vía de escape que se concedía, pero sin dejarse dominar. Nada en su vida era dictado por la casualidad: cada jornada estaba sub dividida por horas que tenían una etiqueta y aquella etiqueta era escogida por entidades superiores a ella, como correspondía a una muchacha de buena familia en edad de casarse. Tenía dieciocho años, pero no lo sabía. Ni siquiera había vivido un segundo de su existencia, excluyendo aquella pequeña fuga organizada a los Uffizi hacia donde sus tutores cerraban un ojo, y no se daban cuenta. Mirar en los ojos de aquel muchacho le había cambiado el ánimo. Como por encanto, su vida le parecía extrañamente incolora, gris, de una tonalidad que –quién sabe por qué- nunca se había dado cuenta antes. Njchlas había desvelado su pasado y su corazón golpeando sus parpados y ni siquiera lo sabía. Probablemente una parte de Isabella lo consideraba responsable de todo esto, si bien no sabía de qué acusarlo.
<<Estoy buscando a Njchlas>>, dice a Don Claudio rompiendo aquel silencio frío e inmóvil que parecía haber condesado el aire y el tiempo alrededor de ellos.
<<Extraño. Parece que últimamente todos buscan a aquel muchacho>>
<<Quién más lo busca?>>, pregunta ligeramente preocupada.
<<Los recuerdos>>.
Aquella frase lanzada al aire se pierde a lo largo de la calle, sin que la muchacha logre entender su significado.
Isabella decide no dar importancia a aquella extraña melancolía que aferra la voz del hombre, así como no deseaba mirarlo a los ojos, para no ser contagiada de la melancolía líquida que parecía brotar de sus párpados, por miedo de ser contaminado.
Bajó la cabeza reverente, esperando que Don Claudio intercambiara por timidez aquel exceso de cortesía.
<<Es muy importante que yo lo encuentre>>, retoma.
<<Para ti o para él>>.
<<No lo sé>>.
<<Ha visto sus cuadros? Es una admiradora?>>
<<No, nunca he visto uno>>, admite << Soy más bien como un conocida>>.
Don Claudio buscó bajar entre aquellos suaves cabellos, que la luz tenue coloreaba de oscuro. Estaba seguro que a la luz de una sonrisa tenían matices dorados, pero en aquel momento, mientras caían sobre el rostro de la muchacha, recordaban más las sombras de un bosque.
<<Entra>>.
Isabella levantó la mirada sorprendida. Esperaba que el hombre tuviera solamente dos opciones; decir donde vivía el muchacho o negarle la información. Aquella invitación la había tomado de improviso y ciertamente la cosa no había escapado al galerista. Don Claudio estalló en una carcajada, acercándose y colocando una mano sobre la espalda.
<<Siéntate en aquella silla, enseguida estaré contigo>>
Mientras se sentaba, su mirada se pierde a lo largo de las paredes decoradas con pinturas. Muchas eran de tema religioso, pero pintadas con una sensibilidad tan humana y atormentada que las hacía extremadamente románticas. Isabel no creía que pudiera haber tanta humanidad en un ángel o que el rostro de un pecador pudiera parecerse tanto a la de cualquier hombre de la calle.
Miró Don Claudio que ponía fin a la negociación con su invitado que rápidamente le estrecha la mano indicando una pintura que estaba detrás de la espalda de Isabella. La muchacha giró instintivamente la cabeza y ve el objeto que el coleccionista acababa de comprar. Era una versión de la creación de Adán como nunca había visto antes. En el lienzo estaba vertido todo el dolor que significaba venir al mundo y el autor no había hecho nada para ocultarlo. Estaba claro que, para hacer una obra del género uno debía entender completamente lo que significa vivir, morir, simplemente respirar o abrir los ojos por primera vez.
La joven no logra contenerse:
<<Quién pintó el cuadro que vendió?>>.
Don Claudio le responde con una sonrisa llena de misterio.
<<Realmente no lo imaginas?>>.
Isabella agrandó los ojos y comprende por primera vez quién es realmente el muchacho que la había salvado del abismo.
<<Dígame donde se encuentra, le suplico>>.
Don Claudio ya estaba doblado sobre el escritorio tratando de escribir sobre un pedazo de papel. Cuando hubo terminado le tiende la hoja confiando a una sonrisa toda la buena voluntad del caso.
Ella, torpemente, toma la dirección de Nchlas, mirándose los pies y luego huye rápidamente por la puerta. No antes de haber susurrado un “gracias” a la dirección del galerista.
****
Un ligero golpe lo despertó de sus sueños inmóviles y, como un mendigo ciego, regresó a la eternidad sin entender donde se encontraba. El pecho le picaba, aunque no había signos de quemadura y el colgante de metal estaba frío como el hielo. Da una última mirada al diseño: apenas dibujado, era el rostro de un ángel caído con los ojos abiertos.
Njchlas siente una emoción correrle a lo largo de la espalda.
Otro toque amable contra la madera rugió en la habitación, distrayéndolo de sus pensamientos.
Tomando un trapo, se enjugó el sudor que le brillaba la frente y con calma se dirige en la dirección de la salida. Apenas girada la manilla, se encontró delante de la muchacha de los Uffizi, manos en su regazo y la mirada baja.
Tardó un tiempo en reconocerla: la oscuridad que ensombrecía el pasillo había retratado sus delgados dedos del rostro de la muchacha, aunque si no había dejado del todo la presa, preservando un pedazo en la sombra.
Njchlas no dice una palabra, invitándola silenciosamente a entrar. La muchacha aceptó con una señal de cabeza y da los pocos pasos que la separaban del umbral. Por un momento, Njchlas teme que aquella oscuridad de brea alargase los brazos, atrayéndola hacia él por siempre. Miró el corredor buscando distinguir aquel enemigo incorpóreo e imaginario, antes de cerrar la puerta.
Isabella no sabía dónde meterse. Se sentía incómoda, fuera de lugar y se creyó una estúpida, por no haber pensado mínimamente que decir al muchacho. Se había concentrado tanto en su búsqueda de Njchlas que no se planteó el problema de que le habría dicho una vez encontrado.
Y luego estaba aquella habitación.
Isabella se preguntaba como un ser humano podía vivir en semejante ambiente. Las paredes eran amarillentas, sucias e infectadas de moho. La cama estaba empapada con manchas, las sábanas sucias y quemada en varios lugares. La puerta del armario estaba destartalada, fuera de las bisagras, y una pila de ropa peleaba con la gravedad para salir fuera. En cada ángulo, la vista de Isabella se cruzaba con pilas de libros, lienzos y polvo. Entonces un débil golpe de viento atrajo su atención hacia la ventana y de repente se da cuenta de la existencia de la ventana. Todo lo demás estaba sucio, pero la vista que Njchlas gozaba cada día era indescriptible. Florencia estaba a sus pies, servir, preparada para susurrarle a los oídos dulces palabras que abrían inspirados su obras. Aquella visión, e que las agujas acumuladas de los palacios transfiguraban el cielo cubierto de nubes blanquecinas, le robó el respiro, haciendo desaparecer todo lo demás.
Njchlas la miraba en silencio. Sobre su rostro no había curiosidad, y parecía que la situación no lo desconcertaba en absoluto, como si no fuera nada extraño el hecho que una desconocida acabara de espiar en su apartamento.
Isabella se volteó en su dirección, sin saber bien que decir. Él la esperaba, sin prisa.
<<Hay tantas cosas que deseo preguntarte>>, dice finalmente la muchacha.
<<De cuál quieres que inicie?>>
<<Del principio>>.
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