CUENTO DE HALLOWEEN:
Por. Dott. Claudio Emilio Pompilio Quevedo
Editor/Director SUROESTE_ITALIA
Ilustración: Licencia Commons
Autor: Pulo
Siempre he pensado que en la vida del hombre existen momentos desafortunados. Días trazados por la fatalidad. Malditos por Dios. Donde el demonio y sus criaturas merodean a los incautos para seducirles y arrastrar hacia la perdición.
Yo no estuve exento de sufrir esa desgracia y solo por un acto jamás imaginado de la Divina Misericordia, puedo hoy escribir estas líneas, narrando mi triste historia, con la única pretensión de llamar la atención de aquellos que piensan que lo extraordinario nunca sucede al hombre común.
Mi desgracia y redención la debo a dos mujeres, ambas hermosas y diferentes como el agua y el aceite.
Años atrás, en una fría tarde del otoño de 1896, cabalgando por la campiña de Gloucestershire, el tramonto me sorprende en medio de una floresta donde puede observar, entre los más disímiles sonidos y gélidas ráfagas de viento, la llegada de una noche cerrada, donde no resplandecía en la bóveda celeste, ni la inconstante luna, ni su eterna corte de estrellas.
Estremecido por el helado aliento de céfiro desmonto de mi caballo y llevo los brazos al pecho dándome un fuerte abrazo tratando de entrar en calor e intentando pensar que haría para pasar la noche en un lugar diferente que no fuera entre el follaje seco y las hojas danzarinas que incansables forman pequeños remolinos que se desvanecen en fracciones de segundo, según va cambiando la dirección del viento.
Con inquietud pienso en el último pueblo que dejé atrás. Demasiado lejos para recoger mis pasos, y entre dientes maldigo mi necia decisión de continuar el camino a sabiendas que la hora no era propicia para aventurarme en el bosque desconocido y haciendo oídos sordos a las consejas de la vieja posadera que en tono protector advierte de los peligros de la noche en un desolado paraje como este.
-Siempre cabezotas- me recrimino a viva voz, lanzando puños al viento, como pugnando contra un incorpóreo contrincante.
-Y ahora qué hago ene este paraje solitario… sin saber a dónde ir o qué camino tomar. Como siempre la haz hecho de oro Eduard-
Impotente siento que los ojos se humedecen, amenazando con hacer brotar un indetenible torrente de lágrimas, pero logro contenerme porqué a mis veintinueve años, ante una situación difícil y desconocida, no puedo reaccionar como un mocito atemorizado, así que, tomando el último sorbo de vino remanente en el fondo de mi pequeña licorera de plata, ajusto la gruesa bufanda de lana que circunda mi cuello, sistema el sombrero y monto el alazán para proseguir mi errático viaje, implorando al cielo tener suerte de encontrar alguna cabaña o mejor una aldea donde pernoctar cobijado por la calidez emanada de una chimenea encendida.
Por intuición pienso que la noche no está tan avanzada. Debido a la oscuridad no puedo ver la hora que marca mi reloj de bolsillo, pero deben ser las siete de la tarde a pesar que parece media noche.
A medida que avanzo los ecos se van exacerbando… la fractura de las hojas y ramas secas bajo los cascos del caballo, el graznido de los buhos, los lejanos aullidos de algún lobo solitario, el chasquido del follaje tras el paso de los habituales habitantes: zorras, ciervos, conejos… que se yo.
Acostumbrado al rumor mecánico de un Londres atestado de gente y máquinas, no puedo dejar de reconocer que me encuentro perturbado y un desagradable escalofrío que recorre mi espalda, haciendo erizar los vellos y poniéndome la piel de gallina me confirma que tengo miedo.
No puedo considerar que soy un hombre cobarde ya que durante toda mi infancia y entrada la adolescencia, abandonado por mis padres en un sórdido barrio de la ciudad, debí aprender a vencer mis temores y sobre vivir en los bajos fondos, entre maleantes y sabandijas peligrosos, siempre dispuestos a lograr sus objetivos a cualquier costo, hasta que una día afortunado, una dama caritativa decide acogerme bajo su protección, para proveerme de una buena educación y convertirme en el flamante abogado en el que me he convertido. Oficio que me ha forzado dejar la cómoda seguridad de mi casa en Mayfair, para ir al encuentro de los herederos de un acaudalado terrateniente, que viven en un perdido condado, al que ni siquiera el tren tiene acceso.
Avanzando por el lúgubre sendero no puedo dejar de recordar tantas historias de miedo que escuché de boca de la servidumbre de mi protectora que hablaban de los seres espectrales, animales fantásticos, hadas, gnomos, brujas y demonios que pueblan los bosques de Inglaterra.
No es exagerado admitir que las inmensas sombras de algunos árboles que extendían sus ramas sin vida, me hacían ver figuras infrahumanas que alargaban sus huesudos brazos hacia mí con el único fin de atraparme y hacer prisionero de su iniquidad.
Debo admitir, más de una vez cerré los ojos aterrorizados y torpemente hice la señal de la cruz, tratando de exorcizar las presencias que me cercan amenazantes.
-Maldita noche y maldito cometido- blasfemo a voz en cuello haciendo caso omiso a las remachadas consejas de Lady Rose, siempre vigilante de todo lo que de mi boca afloraba.
Pero debido al estado de nervios que me invadía, no encontraba otra palabra mejor para aligerar la zozobra, así que no exagero al confesar que en el lapso de un par de horas proferí la imprecación al menos una docena de veces.
Abatido, casi sin darme cuenta llego a una encrucijada, donde tengo la impresión de ver la figura de una mujer vestida de negro, parada inmóvil bajo una encina, pero antes de comprobar la veracidad de la repentina visión y decidir por cual camino proseguir, repentinamente se levanta una insólita ventisca que hace volar hojas, tierra y pequeñas ramas que me hacen enceguecer y encabritar al corcel, que desbocado toma el sendero izquierdo sin darme oportunidad de hacer nada para impedirlo.
Aferrado al robusto cuello de la bestia trato de no caer y con dificultad empuño las riendas intentando detener la estampida hasta que súbitamente se detiene como si una fuerza invisible le hubiera apaciguado.
Con el corazón trepidante, como si fuera a salir del pecho, desmonto y tomo varias bocanadas de aire tratando de calmarme, y es allí, en medio de la nada, cuando alcanzo a ver la dorada luz que resplandece a la distancia, como invitándome a acudir a su encuentro.
Incrédulo, pensando que tal vez solo es un juego de mi imaginación exaltada, como los espejismos de los que hablan los han viajado a través del desierto, decido seguir mi instinto e ir en dirección de la luz.
No vislumbraba que podía encontrar en un lugar tan apartado, pero la necesidad de tener un refugio cálido y seguro era tan apremiante que no me detengo en estériles cavilaciones y prosigo por el sendero que, increíblemente me iba indicando la bestia, quién lo recorría con una seguridad tan abrumadora que, si yo no fuera su dueño casi desde que nació en las cuadras de mi familia adoptiva, pudiera aventurarme a pensar que ese era su trayecto habitual.
Fatigado, hambriento y soñoliento me golpe me encuentro ante la imponente reja que imagino reguarda la entrada de alguna residencia campestre.
Por las dimensiones, lo intrincado de la forja en la que se mezclan ramas y rosas, y el imponente escudo tallado en piedra y colocado sobre el dintel, fue tarea fácil deducir que me encontraba ante el umbral de algún castillo o una noble mansión solariega. Una de las tantas opulentas residencias señoriales esparcidas a lo largo y ancho de la campiña inglesa.
-Impresionante entrada- dejo escapar subyugado por el sorprendente hallazgo y eso que no puedo apreciar todo con acuciosa mirada por lo que desmonto de un salto, me acerco, palpo el trabajo ara sentir su maestría y sin pensarlo dos veces abro la reja, permitiendo el paso del equino que sin mayor estímulo cruza el acceso con suave trote para detenerse unos metros más adelante.
Decidido a pedir posada por una noche continúo envuelto por un fuerte aroma a musgo, líquenes y tierra mojada.
Conforme me aproximo constato que se trata de un antiguo castillo y voy tomando conciencia de las magnas dimensiones del edificio.
Ya en su parque, gracias a la luz que se desborda por las amplias ventanas del primer piso puedo advertir algunos detalles arquitectónicos y florituras decorativas como grotescas representaciones humanas, pero en particular un grupo de gárgolas de apariencia demoníaca que en medio de la noche no pueden menos que impresionar.
-Debe ser la casa de algún Conde o Duque- pienso de inmediato y por un momento me asalta el impulso de no tocar a la puerta y desandar el camino, invadido por un imprevisto temor irracional.
Ante aquel palacio, posiblemente del siglo XVI o XVII me siento empequeñecido y por momento tengo la incómoda sensación de ser observado.
Cohibido ante aquella enormidad caigo en un mar de dudas y en mi mente se inicia un soliloquio sobre qué era lo más prudente, hasta que unos feroces gruñidos y los agitados movimientos de mi caballo que bufaba y pisaba la grava con nerviosismo, me hicieron regresar a la realidad, para encontrarme de cara con la amenazante estampa de dos oscuros mastines de enormes dimensiones y ojos de fuego, que desde el cenit de la curvada escalera de mármol que daba acceso a la planta noble del castillo, bajan con furia para abalanzarse sobre mí.
Ante semejante amenaza, por fracciones de segundo quedo petrificado, con la sangre congelada en mis venas, pero gracias al instinto de supervivencia, comienzo a correr y gritar pidiendo auxilio.
En mi irracional huida sin percatarme penetro por el camino que da a una gran fuente de la que impetuoso surge el Dios Neptuno y casi alcanzando sus quietas aguas, de un solo golpe soy derribado por los canes que irascibles muerden mi brazo izquierdo y el muslo derecho, agitando sus hocicos para facilitar que sus afilados colmillos penetraran hasta mi piel.
Casi logran su objetivo, pero una firme voz femenina les ordena que se detengan, y ellos, obedientes y mansos, abandonan su presa y prestos desaparecen tras la celestial aparición.
Tumbado sobre la llevar que rodea el estanque y con el orgullo herido no alcanzo distinguir a mi salvadora hasta que esta se aproxima y con dulzura se pregunta…
-Se encuentra usted bien? Le han hecho algún daño?
Es en ese preciso instante cuando ocurre un hecho milagroso.
De la oscuridad emerge una majestuosa luna de otoño, tan grande y brillante que ilumina a la perfección el angelical rostro de mi redentora.
Inclinada sobre mi percibo el fascinante rostro de una joven de oscuros cabellos ensortijados e inmensos ojos azules.
Con sus delicadas manos me ayuda a incorporar y sutilmente me toda del brazo derecho conminándome a seguirla.
Anonadado por su belleza, las palabras se quedan trabadas en la garganta y solo puedo advertir como se desplaza hacia el edificio con una levedad tal que parece flotar sobre la grava y no tocar los peldaños de la escalera.
Al empujar con delicadeza la enorme puerta de roble primorosamente tallada con cuadros que me parecieron de escenas bíblicas, entramos a un espléndido vestíbulo y luego a un suntuoso salón de cuyo techo abovedado pende una enorme araña de cristal francés iluminada por decenas de áureas velas blancas que bañan de luz el lugar, calentado por el amable fuego que arde en una imponente chimenea de mármol blanco custodiada por dos feroces dragones sobre la cuál cuelga, en medio de un recargado marco dorado orlado de ángeles y flores, el retrato de una joven de impactante belleza, semejante a mi anfitriona pero vestida con ropa de inicios de siglo.
Todavía un poco aturdido por el incidente ero tranquilizado por la hipnótica voz de la dueña de casa, alcanzo a ver como de una pequeña puerta disimulada en la pared emerge un hombrecillo de edad madura, aspecto rechoncho y vestido con una graciosa camisa de dormir que, angustiado se aproxima a la dama.
-Que ha sucedido my lady? Los ladridos de los perros y una voz de hombre pidiendo auxilio me despertaron junto al resto de la servidumbre que inquietos aguardan en la cocina para tener noticias de lo ocurrido- dice a su señora mientras me lanza una mirada indescifrable.
-Los perros atacaron a este joven- responde señalándome, y gracias a Dios yo estaba aún despierta para poder salir a socorrerlo.
-Pero… quién es usted y qué hace aquí en Clifford Abbey? Señor, usted está violando propiedad privada al penetrar en esta propiedad sin haber sido invitado. Los perros pudieron destrozarlo por su imprudencia de venir como un ladrón en medio de la noche- Dispara el viejo con voz incriminatoria y conminándome con uno de su nudosos dedos a responder sin dilación.
-Soy Edward Cronwell, abogado de Londres. Viajo hacia las propiedades del difunto Conde de Easter y accidentalmente llegué hasta aquí al perderme en el bosque.
Estaba frente a la casa y me disponía a llamar a la puerta para pedir refugio pr esta noche cuando fui atacado por los canes y salvado por my lady- respondo con palabras entre cortadas, mientras la joven señora vierte un poco de escocés dentro de una centelleante vaso de cristal tallado que gentilmente coloca entre mis manos para hacerme entrar en calor.
El viejo mueve la cabeza en señal de desaprobación y está a punto de agregar algo más cuando la dama se dirige a mí persona, frenando las palabras del sirviente.
-Míster Cronwell, imagino que no habrá comido y estará fatigado-
-Así es my lady – respondo automáticamente –pero no se preocupe por mí. Solo quiero pedirle me permita pasar la noche bajo su techo. Pueden acomodarme en alguna de las habitaciones de servicio. No quiero molestar. Pariré mañana a primera hora.
Sin atender mis palabras se gira y pide a su mayordomo que preparen cena y cama.
-Lady Blanche…- pronuncia el sirviente queriendo tomar la palabra, pero ella lo mira con tal firmeza que este no tiene otra alternativa que bajar la mirada y obedecer sin contradecirle, pero no sin antes lanzarme una mirada de desaprobación y desconfianza antes de desparecer por donde había entrado.
Con generosidad y una sencillez perturbadora lady Blanche me sirve otro trago y se sienta a mi lado para conversar, preguntándome por Londres y mis actividades, seguramente con la sola intensión de hacerme olvidar por completo el mal trance sufrido ante la puerta de su casa.
Sintiendo el suave perfume de jazmín y rosas que se desprende de su frágil cuerpo de alabastro, la escucho arrobado cuando entra al salón una joven sirvienta que disimulada le indica algo al oído.
Lady Blanche se incorpora. Yo hao lo propio. Con gran gentileza me indica que todo está preparado; el agua para el baño, la habitación, la cena caliente, y con un elegante ademán de su grácil brazo ricamente enjoyado indica que la siga.
En silencio salimos de la habitación, no sin antes percibir la extraña mirada que dirige a la dama del retrato sobre la chimenea, que a esa hora de la noche, quizás por efecto del licor sin haber comido, absurdamente parece haber cambiado de posición.
Regresamos al vestíbulo y lentamente comienza a ascender por la escalera de peldaños de mármol italiano ricamente alfombrada en bordeaux.
En el primer descanso se detiene por un segundo y capto de nuevo su intrigante mirada. De nuevo otro imponente retrato de la mujer del salón, pero vestida con un traje más actual.
Ene se momento traté de no darle importancia pero antes de re iniciar la escalada puedo jurar que la del retrato me ha mirado pero… -No! Es imposible. Seguro todo es fruto del cansancio. Es una locura!. Una pintura no puede observar a un ser humano- digo entre dientes creyendo no haber sido escuchado pero…
-Ha dicho usted algo?- pregunta Lady Blanche que se gira curiosa hacia mí.
-Decía que es una dama muy hermosa la de los retratos- respondo tratando de mantener la sangre fría y no cometer la imprudencia de comentar mi impresión, a riesgo de ser tomado por un demente.
-Es cierto- responde con una sonrisa y sigue caminando hasta llegar a l inicio de un largo corredor amueblado con dorados muebles franceses del siglo XVII, tapizados en seda, salvados de la revolución, académicos retratos familiares de todas las épocas que al pasar frente a ellos me dan la misma sensación que me observan y siguen con la mirada, costosas arañas de cristal austríaco iluminadas como en una noche de fiesta y una multitud de puertas cerradas, con picaportes de oro.
Se detiene frente a la última de ellas, gira la mañilla y…
-Esta será su habitación míster Crondwell. Aquí encontrará todo lo que necesita. Me he permitido mandar preparar el baño para que se despenda del polvo del camino. Auguro que pueda descansar y olvidar el enojoso asunto con los perros.
No se preocupe por levantarse temprano. Puede dormir tranquilo.
El desayuno se sirve en el comedor formal a partir de las diez. Uno de los empleados le avisará y acompañará, Y… puede dejar sus botas frente a la puerta para que se las limpien.
Que pase una buena noche-
-Quedo agradecido my lady…- es lo único que alcancé a decir antes que ella cerrara la puerta y desapareciera.
Tal como ofreció, dentro de la habitación pude encontrar lo necesario para asearme, alimentarme y descansar.
La alcoba era amplia. Techos de doble altura, dos grandes ventanales vestidos de tafeta de seda azul cobalto, una chimenea bien alimentada con gruesos troncos que producen un fuego abrazador cuya calidez se esparce por todo el espacio produciéndome una placentera sensación de adormilamiento.
La enorme cama de adoselada, cubierta con elegantes sábanas de seda, perfumadas con lavanda, estaba ya preparada para el reposo, y frente a una primorosa berger tapizada con suave terciopelo blue, una mesita redonda vestida hasta el suelo, sobre la que reposa una pesada bandeja de plata cincelada sobre la que se apoyan variados platos, copas de cristal y una botella de fino vino tinto francés.
Fatigado pero curioso recorro el perímetro de mi temporal aposento para dar un vistazo a algunas de las pinturas colgadas sobre las paredes. Antiguos personajes que supongo alguna vez formaron parte de la familia. Obras de impecable factura que bien podrían ser expuestas en algún prestigioso museo más que en una residencia particular.
Un atisbo muy didáctico que me permite descubrir los secretos de algunas obras, grandes y oscuras, colgadas en los lugares más elevados de las paredes. Pero no puedo continuar; el hambre hace rugir mis entrañas. Sin dilación me siento a devorar todo lo que han tenido a bien obsequiarme.
Con rapidez desaparecen las viandas, igual que la botella de vino, y pronto comienzo a sentir los efectos del alcohol, obligándome a levantarme para asearme y meterme en la cama.
Con los sentidos adormecidos me levanto torpemente t trastabillando penetro en la pequeña salita iluminada que sirve de toilette, donde encuentro una tina de bronce con patas de león y un pesado aguamanil de plata rebosante de agua perfumada y pétalos de rosa.
Desorientado percibo mi reflejo sobre la pulida superficie de un añoso espejo veneciano y procedo a desnudarme para asear mi cuerpo que siento pegajoso por el sudor y polvo del camino.
Justo al momento de posar mi segundo pie dentro del agua escucho diez campanadas provenientes del ornamentado reloj francés apoyado sobre la repisa de la chimenea. Soñoliento derramo un poco de agua sobre mi cabeza que, vertiginosamente corre descendiendo sobre mi cuerpo para unirse con la que plena la tina.
El contacto de mi piel cansada con el tibio elemento permite que mis miembros rígidos se relajen.
De golpe me sumerjo dentro del acuoso elemento y unos segundos más tarde emerjo como retornando a la vida.
En silencio permanezco largo rato observando absorto un punto imaginario en la pared hasta que finalmente me incorporo abandonando la tina, dejando un reguero de agua sobre el piso resbaloso. Regreso a la estancia donde sorprendentemente de la mesa ha desaparecido los restos de la cena y en su lugar me espera una botella de cava, junto a una copa de plata, una rosa blanca y una nota escritas con elegantes trazos donde puedo leer…
-Para que pase usted una noche placentera-
El detalle me sorprende y arranca una tímida sonrisa. Brindo por mi anfitriona y miro hacia el lecho, pero una fuerza irracional me hace ir hasta una de las ventanas, descorrer las colgaduras y observar los rayos que centellean a lo lejos, iluminando algunos claros del jardín.
Abstraído en la contemplación de la tormenta desatada, gracias al fugaz destello de una centella alcanzo a percibir en el jardín la figura de lo que parece ser una mujer vestida de blanco, ¿Lady Blanche? Que forcejea con lo que pienso eran dos muchachos, o quizás enanos, pero casi de inmediato con el poco raciocinio que aún me queda pienso que ha sido un juego de mi imaginación, producto de la lluvia y las sombras de la noche.
Atisbando de nuevo desde mi refugio solo logro ver las ramas de los árboles violentamente batidas por las ráfagas de viento y las gotas de lluvia que se estrellan sobre el empañado cristal de la ventana.
Decidido a no dejarme influenciar por los elementos corro las cortinas y camino como autómata hacia el lecho, sobre el que me dejo caer, pesado como un fardo.
Reposo algunos minutos sobre la espalda, con los ojos cerrados y la cabeza dando vueltas como una noria, hasta que al abrirlos, cuando giro a mi derecha para apagar el candil observo lo que a la distancia parece ser el oscuro retrato de una dama, pero por más que forzó la mirada, no alcanzo a reconocer los rasgos de la imagen, así que, vencido doy un fuerte soplido sobre la flama quedando en total oscuridad. Me doy vuelta, vuelvo a cerrar los ojos y caigo de inmediato en un profundo sueño.
Para mi desgracia el cansancio no me permite reposar, despertando innumerables veces. Inquieto por algo que no comprendo me revuelvo de un lado al otro de la cama y creo percibir rumores peregrinos al otro lado de la puerta. Por momentos logro sentir pasos apresurados, murmullos e incluso un lejano lamento que se puede confundir con el viento, la lluvia o los truenos.
-Hoy es imposible dormir- digo exasperado, pero de pronto todo termina al mismo tiempo, incluso la tempestad, y un súbito declive de la temperatura me hiela la sangre.
Sin poder dar crédito a lo que ocurre, sin intervención humana, las sábanas resbalan por mi cuerpo sudoroso, cayendo a un lado de la cama, dejándome completamente desnudo en medio del lecho.
Aterrado intuyo una presencia en la habitación que intempestivamente se lanza sobre mi apolándose sobre el pecho oprimido que parece estallar.
Mientras mi corazón se acelera siento su fétido aliento sobre mi rostro el cual huele como un animal reconociendo a su presa.
Temblando de pavor no sé cuánto tiempo paso olfateándome hasta que sus labios húmedos bajan por mi oreja descendiendo hacia el cuello palpitante por el frenético flujo de sangre que corre por mis venas, donde dos imprevistas punciones penetran la piel.
Tras un instante de terror se va produciendo placer. Un goce extraño y desconocido, diría sobre humano, que me arroja a una especie de éxtasis, hasta que finalmente abro los ojos y a pesar de las sombras distingo los borrosos rasgos de una mujer con ojos de fuego que al sentirse observada chilla con tal furia produciendo un ensordecedor sonido que seguro despierta a todo ser vivo del castillo, mientras yo pierdo el conocimiento.